La «utilidad» de la Universidad

Fuente: Documento de Trabajo 1 de Studia XXI, Pluralidad de misiones de la Educación Superior.

La reflexión sobre la “utilidad” de la Universidad es, probablemente, uno de los debates que más se ha incrementado en el proceso de convergencia europeo en materia de Educación Superior. Resulta paradójica la responsabilidad supuestamente encomendada a la educación universitaria de contribuir a la expansión de los valores europeos democráticos y el respeto a una diversidad impregnada de humanismo y racionalidad, como afirma Francisco Michavila (1), y su escasa flexibilidad para convertirse en un instrumento útil a ese fin. La dependencia de la legalidad y de la norma para hacer frente a sus propios cambios no le permite reaccionar con la prontitud suficiente ante las presiones de acciones externas a ella y las interferencias de otras instituciones o esferas de la vida pública. Si bien es cierto que estas disfunciones varían en función de cada país, la solución a estos problemas es común a todos: atraer por la calidad y la adecuación a la diversidad. Una pluralidad de intereses de las que empiezan a hacerse eco, a un ritmo acelerado, los estudiantes, los métodos de enseñanza, los momentos de entrada y salida, las combinaciones de disciplinas y el aumento de competencias, el gobierno de las Universidades y su financiación.

¿Es útil la Universidad? Según el Diccionario de la Real Academia, utilidad es “cualidad de útil, provecho, conveniencia, interés, fruto que se saca de algo”. Y útil es lo “que trae o produce provecho, comodidad, fruto o interés, que puede servir o aprovechar en alguna línea”. Es posible distinguir entre utilidad material, vital y espiritual. Según suele entenderse, lo que es útil sirve a otra cosa; es medio, nunca fin en sí.

Nada posee tan alta dignidad como lo que es un fin en sí mismo. En su discurso de autoafirmación de la Universidad alemana dijo Heidegger: “Para los griegos la ciencia no es un ‘bien cultural’, sino el centro que determina desde lo más profundo toda su existencia como pueblo y como Estado. La ciencia… es para ellos… el poder que abarca y da rigor a toda la existencia” (2). Y también: “El saber no está al servicio de la profesión”. En realidad, no está al servicio de nada sino que existe por sí y para sí mismo.

Uno de los fenómenos ante los que conviene estar prevenidos, y más si cabe en el ámbito de la educación, es la dictadura de la utilidad, entendida ésta además en el sentido de lo útil o beneficioso para lo material con exclusión de toda consideración del espíritu. Se diría que la utilidad es la única fuente y medida del valor cuando es sólo un tipo y de los menos elevados. Ser útil consiste en ser medio o instrumento al servicio de otra cosa, que es lo importante. Lo útil no vive sino bajo estricta subordinación y dependencia. No puede ser autónomo. Su sentido lo recibe de otra cosa, a la que necesita para justificarse. Sin embargo la educación es, para el hombre, un fin en sí mismo que encuentra en sí misma su razón de ser.

Estas consideraciones son pertinentes porque la tarea universitaria va mucho más allá de su “instrumentalización”: razones legítimas —tales como la competitividad en la generación y transferencia de conocimiento, la atracción y fidelización del talento y la creatividad, su servicio al desarrollo económico y social, la eficiencia en la producción
científica, el desarrollo regional, nacional o local, la “productividad” del saber, etc., hacen que en ocasiones contemplemos su misión en términos de dependencia, de utilidad, en suma. Sin embargo, la cultura básica y genuina que proporciona es en realidad inútil en ese sentido materialista de la utilidad. Y no existe mayor utilidad que la de lo que nos salva de la ignorancia. La única utilidad útil es la aparente inutilidad de la sabiduría. La tarea del maestro, afirma Steiner, no es describir el paisaje sino solo abrir la ventana. Esto nos puede dar una idea de la “utilidad” espiritual y vital de la educación y, por tanto, de la Universidad.

Dicho esto, la tendencia a concebir la Universidad como instrumento de transformación y cambio no debe descuidar que en su misión constitutiva existe un propósito genuino de “enculturación” que no puede ser relativizado por intereses ajenos a su esencia. Esto ocurre cuando las Universidades se convierten en herramientas para propósitos y políticas de los líderes democráticamente electos. No se concibe entonces como una actividad de largo recorrido o comprometida con el desarrollo cultural. Más bien su expansión depende del soporte político y financiero. En este sentido, el riesgo de descuidar su compromiso con el saber se acrecienta en beneficio de la rentabilidad social de la investigación, la solución práctica de problemas, tales como la defensa, la competitividad industrial y tecnológica, la salud, la demanda de empleo y las necesidades educativas. En suma, la Universidad, además de crear, suministra un servicio a objetivos nacionales. Una situación que sólo se desequilibra cuando son amenazadas la unidad, la coherencia interna y la supeditación de su autonomía a su eficiencia y efectividad, al modo en que se cumplen las normativas o propuestas políticas.

En este caso, una nueva “politización” de la Universidad amenaza con desvirtuar su carácter, diferente de la que se conoció en la segunda mitad del siglo xx cuando algunas se convirtieron en escenarios de acción revolucionaria. La nueva “politización” viene ahora de arriba abajo, cuando las Universidades se convierten en instrumento no ya de las políticas públicas sino de la clase política, interfiriendo directa o indirectamente, en ocasiones sin calcular el coste, en una de las instituciones que más ha hecho a lo largo de la Historia por garantizar la independencia de la sociedad frente al empuje regulador del Estado y los principios democráticos.

En esta perspectiva de utilidad la Universidad es una empresa también económica que opera en mercados regionales o mundiales y cuya calidad y precio se determinan con arreglo a criterios de competitividad. Ello requiere una permanente adaptación a las oportunidades que se presentan y, a la vez, gana en libertad con respecto al Estado y las autoridades políticas y se hace más dependiente de sus “clientes”, donantes, competidores, de sus gestores y de su capacidad emprendedora. La autonomía frente al gobierno se cambia por modelos de gestión próximos a las empresas privadas. La disciplina interna, la obtención de resultados por objetivos, el peso de su situación en los rankings, los consejos de administración con representación externa, el rigor y “profesionalización” en su gestión sustituyen al gobierno colegial, la organización democrática y la autonomía individual. La certificación y auditorias externas, la evaluación de la calidad y la “cantidad” de resultados se reflejan en la expresión “patentar o perecer” frente a la clásica “publicar o perecer” (3). Esta concepción de la Universidad como una empresa competitiva, abierta a la sociedad y dirigida a salvaguardar sus intereses frente al Estado, es más discutida en el continente europeo y en los países nórdicos. Sin embargo en los países anglo-americanos tiene una mayor aceptación, aunque, como en el caso de Estados Unidos, existan también actitudes críticas hacia la “ideología empresarial”.


Referencias

1. Convergencia de los Estudios Superiores y de la Formación Profesional en Europa. Fundación Europea Sociedad y Educación. Madrid. 2007.
2. Heidegger, M. La autoafirmación de la Universidad alemana, p. 10.
3. Amaral, Fulton Y Larsen. “A managerial revolution?” en The Higher Education Managerial Revolution. Dordrecht. Kluwer Academic. 2003

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