¿Para qué educar?

No soy yo de los que piensan que las cosas pintan solo en blanco o negro, de los fundamentalistas de un credo u otro, de los que se rasgan las vestiduras por lo que se es o por lo que se ha dejado de ser. Quizá por huir de los extremos, lo que me preocupan son los excesos o las ausencias; y mantengo fundados recelos por las uniformidades que se imponen a la diversidad y por ese tipo de pensamiento que prefiere las direcciones únicas a los senderos bifurcados.

Algo de esto es lo que percibo en un mundo universitario en que el sonido de melodías monocordes apaga la riqueza de una deseable variedad de notas, como si todo consistiese en replicar un mismo modelo (sobre el que, por cierto, resulta un tanto osado atreverse a replicar).

Hemos avanzado mucho en la universidad (me pongo en el bando de quienes prefieren valorar los progresos a estigmatizarse con las carencias), hemos conseguido introducir (al menos, introducir) en la universidad los lenguajes de la eficacia, eficiencia, competitividad, evaluación, rendimientos y alcanzado logros reseñables en adecuar nuestra actividad para responder a los requerimientos productivos, para mejorar la formación de profesionales, para ganar en rigor y excelencia en la investigación.

Sería un desatino no darle toda la importancia que eso tiene. Pero con ello solo no basta. Reconozcámoslo: hay también muchas otras cosas que en la universidad no podemos olvidar. Deslumbrados por las cosas de moda, es posible que estemos olvidando cosas que en la universidad nunca debieran pasar de moda. Cosas que forman parte de las esencias universitarias más fundamentales y que son las que hacen posible que tener una universidad mejor no quiera decir tener una universidad empequeñecida (en miras, en objetivos, en misiones, en ideales).

Por ahí es por donde aprecio notables déficits, direcciones únicas, excesos entremezclados con llamativas ausencias, de las que apenas se llega a hablar. Y echo en falta que nos hagamos preguntas tan elementales y a la vez tan fundamentales como “¿para qué debemos educar?”.

Estamos tan ocupados en la formación de profesionales que parecemos ignorar que la educación además de para ganarse la vida ha de servir para saber vivir.

Tan seducidos por los modelos de negocio, la utilidad y el interés, que dejamos de lado lo útil que también es educar en el desinterés. Tan arrobados por las mentalidades de trader que corremos el riesgo de caer en sugestiones hipnóticas que nos lleven a producir nulidades en serie y especialistas en asuntos circunstanciales.

No somos los únicos responsables, desde luego, pero no podemos ignorar, por ejemplo, que en la crisis que hemos padecido algo habrá tenido que ver el tipo de instrucción y de valores que han recibido nuestras elites económicas. No podemos permanecer indiferentes a los resultados educativos que ya se aprecian en una sociedad en que domina como nunca la indigencia intelectual y encumbra al éxito la ignorancia, en que la reflexión parece haber dejado de valer, que impone la saturación de estímulos y la parálisis del pensamiento, que se mueve entre intermitencias de imágenes parpadeantes e idolatra la inmediatez, la fugacidad, la trivialidad, lo instantáneo, lo resonante, frente a lo importante y lo trascendente; como si todo fuese cómodo y fungible, como si estuviésemos en todo y en nada a la vez.

¿Para esto queremos educar? ¿Avance o regresión? ¿Exceso o reduccionismo, que atenta contra la esencia anti-reduccionista que está en la propia naturaleza de la educación? ¿Civilización o tribu? ¿No hay en todo eso algo de deshumanización que conmueve el viejo fundamento humanista de la universidad? ¿Para cuándo la vuelta a ese saber “improductivo” que consiste en saber pensar?

Por lo que a mí respecta, pueden contarme entre los ingenuos que aun imaginan la universidad como laboratorio de ideas; que la conciben en su doble dimensión “técnica y moral” (J. S. Mill), como formadora de oficios y de personas; que se resisten a reducir el templo del saber a una expendeduría de títulos; que aun mantienen la fe en la institución universitaria como lugar para trocar el desencanto en estimulante ilusión; que piensan en ella como una oportunidad y uno de los más valiosos instrumentos para una mejor versión del mundo y de la sociedad.

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