¿Tan mala es la universidad española?

¿Tan mala es la universidad española? Pues algo de eso nos dicen de forma machacona. Nos lo recuerdan sin pudor algunos políticos, agentes sociales, periodistas, opinadores varios, etc. También se ocupan de ello muchos universitarios, en particular quienes encuentran cierto placer en la autoflagelación pública. Puede que tengan razón. O que no la tengan.

Porque cualquier crítica al sistema universitario vigente debería comenzar por reconocer, antes de nada, algo que, aun siendo evidente, parece que muchos olvidan. España sería un país irreconocible si nos olvidáramos de la enorme aportación que durante décadas ha realizado nuestra universidad al desarrollo económico y social.

España es lo que es gracias, entre otras cosas, a que la formación obtenida por cientos de miles de universitarios ha hecho posible que se desarrollen unas condiciones que hacen que la sociedad funcione mucho mejor, y tengamos empresas competitivas o un sistema de salud magnífico, entre otras muchas cosas. Además de autopistas y aeropuertos, claro. Es el trabajo combinado de todos esos profesionales (ingenieros, científicos, abogados, médicos, analistas sociales de distinto tipo, etc.) el que ha hecho posible el desarrollo de nuestra sociedad. Esto es lo que nos ha dejado la universidad, porque todos esos profesionales se han formado en las aulas de esa institución tan fácilmente sometida a la crítica.

¿Es suficiente? No lo es. Pero tampoco es poca cosa. Se trata de un éxito social relevante. Nuestro PIB sería muchísimo más bajo si no hubiéramos dispuesto de esta universidad tan criticada. Viviríamos muchos menos años, y viviríamos peor.

No es suficiente, claro. Todo se puede mejorar. ¿Pero puede alguien en su sano juicio pensar que nuestros médicos, cirujanos, ingenieros, arquitectos, historiadores o abogados están peor preparados que los de los países vecinos? Sería extraño que fuera así porque los estudiantes nuestros –elegidos muchas veces entre los mejores– que van a especializarse en el extranjero a universidades de prestigio, no se diferencian demasiado de los alumnos oriundos, ni cuando los extranjeros –elegidos también muchas veces entre los mejores– llegan a nuestras universidades deslumbran a los nacionales. Más bien se apuntan desde el principio a nuevas formas de entender la vida y aprenden a relacionarse con sus nuevos compañeros de un modo que les resultaba ajeno hasta su llegada. Descubren aquí que les resulta una forma mucho más divertida de alternar con sus semejantes que la que han dejado en su casa. Por otro lado, los países extranjeros más punteros contratan de forma constante a miles de graduados nuestros que no encuentran trabajo en el mercado nacional.

¿Concluimos entonces que nada, que todo es perfecto? En absoluto. Hay ámbitos manifiestamente mejorables. Algunos afectan al interior de la universidad, la forma en que está organizada, la distribución de los grupos de poder, las formas de gobierno, la calidad de la investigación, etc.; otros afectan a la legislación universitaria, la forma de acceso de los alumnos, la selección del profesorado, la estructuración de los estudios en sus diversos niveles, etc.; sistemas de control, de evaluación, de dación de cuentas, etc.; también habría que hablar de la financiación pública y privada de la educación superior… Se trata, en cualquier caso, de un tema complejo sobre el que hay que actuar con suma prudencia. Ejercitar la prudencia no equivale a dejar de actuar, no faltan quienes confunden ambos términos. Actuar con prudencia significa utilizar cordura y sensatez en las medidas que se adopten. Pero creo que es necesario, frente a tanto agorero suelto, reivindicar también esta faceta positiva de la universidad, que muchos se empeñan en olvidar con demasiada facilidad.

Una sociedad moderna y desarrollada, como la española, dispone de buenas empresas, y de magníficos empresarios, pero alberga en su interior unos problemas estructurales que se han convertido en endémicos.

Probablemente, algo parecido  sucede con las universidades, que también disponen de profesorado bien preparado, de instalaciones y de laboratorios, pero no pueden zafarse de muchos males que también son endémicos. En más de una ocasión he oído que las sociedades tienen las universidades que se merecen, no pensamos que existen zonas francas en las que parece actuar la magia. Aunque, ahora que lo acabo de escribir, no estoy seguro de que no suceda lo contrario: ¿no será que son las universidades quienes tienen las sociedades que se merecen?

 

¿Y tú qué opinas?