El porqué de la lección magistral en la Universidad del siglo XXI

Hace muchas décadas que entré en la Facultad. Durante ese intervalo de tiempo, tuve malos, regulares, buenos y excelentes profesores; incluso tuve el privilegio, el milagro, de tener tres maestros, tres únicos e inolvidables maestros. Tres profesores que si por algo se caracterizaron fue por tener una cultura y un dominio escénico envidiable, lo que hacía que sus palabras y sus explicaciones captaran nuestra atención en todo momento.

De ellos comprendí que enseñar es responder a los interrogantes que los alumnos suscitan. De ellos aprendí a escudriñar ese saber que se mantiene “cuasi-oculto” en los libros que recogen la Historia del pensamiento, en aquellos libros que leemos con “fervor y con una misteriosa lealtad” (Borges), porque sus ideas, sus palabras y sus reflexiones, lejos de parecernos trasnochadas o fuera de lugar, las recibimos con familiar añoranza, porque son parte –la mejor parte– del legado que nos ha dejado nuestra tradición cultural.

El recuerdo de su magisterio y de su autoridad intelectual, como la de tantos y tan buenos profesores, me lleva a reconocer y a valorar la admiración que un alumno siente ante una clase magistral, por un Magister que no necesita de un PowerPoint o de una pizarra informática para sustentar sus líneas argumentales. A ellos les bastaba con su presencia, con su lenguaje preciso y su saber largamente atesorado durante su vida como docente, para llegar a nuestros corazones y a nuestras mentes. Son ellos los gigantes a cuyos hombros nos subimos. Son ellos quienes perviven en nuestra memoria y en nuestro reconocimiento, y no quienes abusaron –y abusan– de ese pseudo-saber traslaticio envuelto en unos inacabables y estériles apuntes, que hoy son sustituidos por las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), entendidas como un mecanismo esencial para promover la transición hacia una supuesta “sociedad del conocimiento”, lo que les ha convertido en uno de los retos más importantes de la educación en el siglo XXI, ya que éstas, las TIC, ayudarán –y así se nos dice– a maximizar la innovación, el crecimiento económico y la competitividad, como si el conocimiento dependiera de un campo visual o cibernético. A esta ridiculez nos quieren llevar.

Pero algunos no comulgamos con ruedas de molino, porque sabemos que las nuevas tecnologías transforman el diálogo con el libro, lo simplifican y lo desconectan de su belleza.

Porque sabemos que la Cultura es otra cosa bien distinta: conlleva esfuerzo, entrega, años de estudio, miles de horas “perdidas” entre bibliotecas, manuscritos, legajos, y una buena dosis de enseñanza de quienes aprendieron antes que nosotros, y, a buen seguro, mejor que nosotros. Lo dijo el viejo profesor de semiótica, Umberto Eco: “Internet acabará con la Cultura”. No sé si acabará con ella, pero a buen seguro, limitará nuestras horas de sosegada lectura.

Como no podía ser de otro modo, quienes manejamos las más variadas herramientas tecnológicas en el plano educativo no podemos rechazar de plano lo que entendemos como una más que deseable y necesaria digitalización de las aulas, es decir, no somos unos “apocalípticos”. No estamos en contra de su uso, sino de su abuso, y lo que es peor: de que se minusvalore y se relegue a un plano secundario la denostada, por muchos, lección magistral. Y lo triste es que, muy probablemente, quienes así la vilipendian, lo hagan porque se sienten incapaces o inseguros de impartir una clase sin más bagaje que su endeble andamiaje intelectual. Defender esa forma de transmitir el saber, que nació en las calles de Atenas de la mano de Sócrates, y que se extendió por las Universidades, los bulevares, las plazas y los cafés repletos de gentes y de palabras, en los que se escribía poesía, se discutía de política y se mantenía viva una tertulia civilizada, que vincula al viejo continente con la alta cultura (G. Stenier), es, sin duda, el gran reto al que estamos llamados todos los docentes. Un reto del que nos quieren disuadir, para convertirnos en meros hologramas educacionales, al servicio de una neolengua llamada Bolonia. Nosotros no dedicaremos “los dos minutos de odio” contra las TIC –tenemos magníficos compañeros que las emplean–, pero entendemos que éstas, por sí solas, no contribuirán a abrir nuevos caminos a esa reflexión a la que pretendemos que lleguen nuestros alumnos, más bien, todo lo contrario: quizá sólo contribuyan a crear esa apariencia de sabiduría, como la Biblioteca de Babel que nos describe Borges en su obra Ficciones, en cuya elegante ironía cabe ver la solemne advertencia platónica: “parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”.

Ante esta sincera y “herética” reflexión que acabo de escribir, me pregunto ¿Es posible ir más allá de los cronogramas oficiales, o de los programas enlatados? ¿Es posible que nuestra mirada sobre los temas que exponemos sea realmente una mirada original y única? ¿Es posible exponer cada clase de una manera diferente a la que ya se ha moldeado en nuestra estructura mental? Creo que no sólo es lógico que nos hagamos estas preguntas, sino necesario, porque el conocimiento previo nos lleva a resguardarnos en lugares seguros y conocidos. Y lo hacemos porque la novedad siempre nos pone en situación de alerta. Y cuando así lo hacemos, el momento novedoso, la curiositas, desaparece, y nuestras clases se convierten en esos fragmentos que son sólo la copia de un mundo, el académico, que se desvanece.

Y en este mundo, las TIC no son ni buenas, ni malas: son el mundo que nos toca vivir.

Pero aun sabiéndolo, en nuestro interior exclamamos “¡Todavía estoy vivo!” (Camus). Sí, todavía nos sentimos vivos cuando acudimos diariamente a nuestras clases y les indicamos que no estamos a esa hora y en ese lugar para perpetuar un conocimiento ya sabido, sino para provocarles, para incitarles a que sientan ese mismo anhelo que uno tiene por conocer y aprender, para que sientan como suyos los libros que nos han hecho madurar, envejecer y volver a rejuvenecer. Y cuando todo eso ocurre, cuando sentimos que esas palabras se adentran en el corazón de nuestros alumnos, aunque sólo sea en parte de ellos, todo lo damos por bien empleado. Todo. Y entonces, uno siente que ninguno de esos momentos se perderá en el tiempo, como no se perdieron cada una de las lecciones magistrales que me impartieron aquellos profesores que acuden a mi memoria con frecuencia, y a los que les debo gratitud e inmenso respeto, y no por una “una ciega credulidad”, sino por lo mucho que aportaron a mi vida.

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