Póngame una de educación, por favor

Hace poco, transitando por los contenidos de este foro, topaba con un dato que me llamaba la atención y que a la vez no me sorprendía pero me inquietaba: un 62,9% de los estudiantes considera que la prioridad de las universidades debe ser formar buenos profesionales (ver aquí), sobre otras como la tarea de investigación, y desarrollo de conocimiento e innovación, o la de formar buenos ciudadanos. Mi análisis se centra en tratar de explicar que puede haber detrás de estas percepciones (por cierto, bastante similares a las de los docentes y PAS), para lo que trazaré una distinción conceptual entre educación y socialización (y su desarrollo histórico hasta hoy), junto a otras características socio-culturales que nos ayuden a interpretar estos datos.

Según Oakeshott, la distinción comienza a hacerse visible a finales del s. XVIII como una idea ilustrada de enseñar a leer, escribir, contar, medir y recibir órdenes especialmente dirigido a los pobres. Con el surgimiento de las profesiones industriales y los avances de la educación pública a lo largo del s. XIX este proceso comienza a hacerse más y más extensivo en las sociedades. Paralelamente, comienzan a darse progresivos avances en lo que se refiere a la identidad nacional y a la identificación de los Estado-Nación. En esta coyuntura, la educación comienza a verse como un instrumento de escalabilidad social y una oportunidad de contribuir a la nación en la carrera competencial con otras naciones cuyo desarrollo y sistematización ha continuado hasta nuestros días. Reflexionando sobre la plausibilidad de estas afirmaciones, me venía a la cabeza la palabra “contribuyente” (un análisis histórico conceptual de esta palabra sería revelador), o expresiones como “al fin contribuyes a la sociedad” (junto a la palmadita en la espalda y el guiño de ojo) al obtener el primer empleo.

La educación como Paideia, evocando el ideal griego, pasa a un segundo plano en favor de la socialización. Tendríamos entonces, muy por encima, una socialización (o educación social) de primer grado (leer y escribir), una de segundo (recibir ciertos conocimientos del funcionamiento del mundo y de la sociedad), y un tercer grado (preparación profesional), en el que las universidades de hoy se ven muy bien reflejadas.

Por otro lado, no hay que obviar el contexto en el que los jóvenes de hoy han de desenvolverse, caracterizado por una gran complejidad: la acción individual y colectiva está mediada por espacios interconectados en los cuales es muy difícil determinar la responsabilidad de los actos (¿a quién atribuimos la responsabilidad de la crisis?), junto con la necesidad de una fuerte especialización profesional (en continuo reciclaje) por el incesante y continuado avance tecnológico.

Si examinamos estas cuestiones conjuntamente –que he simplificado muchísimo por motivos de espacio, y por lo que pido disculpas-, nos encontramos con que la configuración actual de las universidades y la percepción que hacia ellas derivamos son bastante razonables. A nadie le pueden extrañar los resultados de la encuesta que antes señalaba. Aún en el nivel psicológico, podríamos conjeturar que el miedo o la turbación (agravado por la crisis) ante un futuro incierto y cambiante refuerzan todavía más esa respuesta hacia la profesionalización. Como digo, parece lógico. Mi reflexión, entonces, se dirige ahora hacia la posibilidad de si podemos pensar en la universidad como algo más, y de qué modo esta visión puede dirigir acciones concretas o reformas. Adelanto desde ya que mi propuesta no pretende en ningún momento contaminarse de una suerte de involucionismo utópico de vuelta al pasado (adviértase que hablo de reformas y no de revolución), sobre el que ya tenemos suficientes experiencias históricas (fallidas, casi todas). Mi valoración sobre este proceso histórico es neutral e incluso positivo en muchos aspectos. En definitiva, se trata de dirigir la conversación pública hacia cómo hacer posibles las humanidades habida cuenta de la situación que tenemos.

La primera de las ideas que quiero sugerir viene de una especificación actual de aquello que debiera ser objeto de las humanidades y cómo éstas han de ser impartidas. Martha Nussbaum aborda la cuestión del currículum de humanidades en las universidades sobre tres pilares: (1) la habilidad para el examen crítico de uno mismo y de sus tradiciones (“vida examinada de Sócrates”); (2) La capacidad de los ciudadanos de verse a sí mismos no sólo como ciudadanos pertenecientes a alguna región o grupo, sino también, y sobre todo, como seres humanos vinculados a los demás seres humanos por lazos de reconocimiento y mutua preocupación; y (3) la imaginación narrativa o la capacidad de pensar como si uno estuviera en el lugar de otra persona (la importancia de leer y leer; me permito recomendar “Un hombre llamado Ove”, que acabo de terminar y es un ejemplo maravilloso de esto mismo). La segunda cuestión (cómo han de ser impartidas), la trató Violeta Lanza la semana pasada (ver aquí) en su alegato por verdaderas pedagogías prácticas en las humanidades (al que me sumo con el añadido de que los contenidos deberían estar dirigidos hacia el estudio y discusión sobre problemas sociales actuales), y se complementa con el principio de la economía de la educación formulado por nuestro ilustre Ortega, que no es otra cosa que enseñar a los alumnos más de aquello de lo que pueden aprender (en función de sus capacidades), y menos de lo que el profesor considere que deben saber (que además suele coincidir con lo que sabe); ni más ni menos. El hecho de reducir la carga de contenidos actual algunos lo consideran una claudicación ante el infantilismo del que no quiere asumir responsabilidades o, más comúnmente, “buenismo”. Yo, sin embargo, lo considero sentido común: estamos más sobrecargados de información que nunca, y no podemos retener toda.

La segunda idea es la del abandono de la educación como Ilustración o “la liberación del hombre de su culpable incapacidad”, sapere aude (ten el valor de servirte de tu propia razón). Lo cierto es que nunca se llega a saber lo suficiente para valerte por ti mismo y, aunque fuera posible, no haría otra cosa que engordar una suerte de intelectualismo. Que Kant me perdone, aunque me excuso en que estas ideas ya fueron heridas de muerte por las corrientes reaccionarias frente a la Ilustración y desarrollos posteriores del pensamiento. Personalmente abogo por una concepción relacional de la educación entre individuos que se comunican recíprocamente en procesos de aprendizaje, prueba y error (y a veces acierto). Una educación que no se circunscribe exclusivamente a la educación reglada (y se acabó, dejas de ser culpable porque un título así lo acredita) sino que también se vale de instrumentos informales a lo largo de toda la vida. Aquí me hago eco de las ideas de Tocqueville sobre las asociaciones como “schools of democracy”, en el que las personas se relacionan, intercambian, y tratan de promover intereses comunes. Revitalizar el mundo asociativo y, en especial, el mundo asociativo universitario, es fundamental. Me da lástima ver que la vida asociativa universitaria se ha convertido exclusivamente en erigir monumentos de protesta política (que no digo que no sean importantes, pues la injusticia hay que combatirla). Hay una riqueza interior en este asociarse de personas que contribuye enormemente a promover la igualdad y libertad política y lo estamos desaprovechando. Las virtudes del erasmus, que pueden ser un ejemplo de entre otros muchos de esto mismo, ya fueron analizadas por mi compañero Rafael Martínez (aquí). La vida cultural y asociativa de nuestras universidades es pobre y poco variada, salvo contadas excepciones y que suelen venir del empeño casi heroico de algunos docentes y alumnos.

En resumen, se precisa de una reorientación en el sentido de las universidades que combine su vocación al progreso material de las naciones y de los profesionales universitarios con uno más humano o de convivencia razonable. Y, para ello, es necesario que pidamos un poco de educación, por favor.

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Comentarios
  1. José Fernando dice: 09/05/2017 a las 10:05

    Pienso que el contenido de este artículo de Rafael López-Meseguer es muy interesante y pone el dedo en la llaga de un serio problema: el reduccionismo de la función de la Universidad, que puede estar dejando de ser Alma Mater (Madre nutricia) para convertirse en un simple centro de preparación para el empleo.
    Sin embargo, pienso que la frase final «se precisa de una reorientación en el sentido de las universidades que combine su vocación al progreso material de las naciones y de los profesionales universitarios con uno más humano o de convivencia razonable» puede interpretarse, erróneamente entiendo, como promotora de un entendimiento de fuerzas aparentemente contrapuestas.
    Personalmente entiendo que el desarrollo material y la convivencia humana no solo no han de considerarse contrapuestos, sino que, en sentido profundo y a medio/largo plazo, se autoexigen.
    Someto a la consideración de Rafael, y de los demás lectores, la siguiente idea: «Se precisa de una reorientación en el sentido de las universidades que profundice en los aspectos teóricos y prácticos de la necesaria, y quizá imprescindible, sinergia entre el progreso, no solo material, de las naciones y de las personas, profesionales o no, y la vital necesidad humana de convivencia satisfactoria sin olvidar el cuidado de la Naturaleza.»
    Saludos muy cordiales,
    @JFCalderero

  2. Carmen Sánchez dice: 09/05/2017 a las 11:19

    Enhorabuena por este post que nos hace trascender la inmediatez en los objetivos (legítimos) de la misión universitaria (formar profesionales) atribuida mayoritariamente por los miembros de la comunidad. Repensar su función desde la óptica de una socialización fundada en la función humanizadora de la educación (Kant) nos permite detenernos, reflexionar y confiar en que la conversación sobre los saberes y entre sus miembros debería estar en la base de un liderazgo intelectual que no debemos dejar de reivindicar. Aunque, por supuesto, siga formando los profesionales que aseguren el crecimiento y desarrollo social y económico.

  3. Rafael López-Meseguer dice: 09/05/2017 a las 12:44

    Gracias, José Fernando, por tus comentarios y por la interesante reflexión que planteas, sobre la que no tengo una respuesta definitiva, aunque quizá sí algunas apreciaciones: en primer lugar, a menos que consideremos estos datos como coyunturales o agudizados por la crisis (cosa que no me atrevería a decir, y que sería bastante aventurado), diría que la opinión pública se ha enraizado en la opción profesional, a veces dejando de lado otras consideraciones más de tipo humano. El reto está en integrar o combinar las humanidades con esa especialización profesional, para lo que es necesario que las humanidades se adapten también a los nuevos tiempos. En definitiva, estoy de acuerdo con tu afirmación (porque desde luego no las veo como contrapuestas), pero siempre y cuando ese «se autoexigen» no signifique que el propio progreso lleve consigo el desarrollo de relaciones de convivencia más humanas. Estas relaciones, bajo mi punto de vista, las sustentan los individuos y no «ideas» como las de desarrollo económico o progreso. Por eso mi propuesta va en la línea de revitalizar estas relaciones de convivencia desde (1) una renovación pedagógica de las humanidades (igual que se está haciendo en otras áreas de conocimiento) y (2) la de apostar por determinados tipos de asociaciones como factor educativo.


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