Posibilitar la competitividad para mejorar la calidad (I)

Hace unos años, cuando se estaba construyendo el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, alabé el esfuerzo que estaba haciendo Europa ante un prestigioso investigador europeo, que trabaja hace muchos años en una  importante universidad americana. Tras admitir mi colega el avance que ello suponía, no solo por la inversión -cerca de 1.700 millones de euros- sino por la capacidad de los Estados Europeos de trabajar en un proyecto común de esta magnitud, me comentó:

“De todas formas, Europa no se da cuenta de que lo que hace evolucionar la Universidad y –más en general- la ciencia en los Estados Unidos: no es tanto el dinero como la competencia”.

Quizá este caso no sea el mejor para hablar de competitividad, pues una instalación de ese tipo es más fruto de la colaboración de instituciones -e incluso de países- que de la competencia; y no es ni imaginable ni, posiblemente, deseable el que varias Universidades dediquen ingentes cantidades de dinero a tener su propio Colisionador. Pero creo que la idea de fondo es válida: el notable desarrollo de las Universidades norteamericanas tiene mucho que ver con el espíritu de competencia. Compiten por atraer los mejores alumnos y, para ello, por contar con los mejores docentes; por tener la producción científica de mayor calidad y para lograrlo, por atraer a los mejores investigadores; pugnan por ser la Universidad con un mayor endowment o la que más dinero consigue en una campaña de fund rising, etc.

Cualquiera que conozca las Universidades americanas sabe, al mismo tiempo, que ese espíritu competitivo es también la causa de otros efectos no tan deseables: una marcada estratificación de las Universidades; una preocupación casi obsesiva de padres y futuros alumnos por conseguir una plaza en una de las top ten o top twenty; una presión grande sobre el personal docente e investigador, al que se piden resultados excelentes no solo en sus clases y en las publicaciones sino también en la atracción de fondos a la Universidad; un excesivo individualismo fruto precisamente de esa necesidad de asegurarse un puesto frente a otros posibles candidatos… Y puestos a hablar de competiciones, una dedicación de esfuerzo y dinero, excesiva para el gusto europeo, al deporte universitario.

Pero, con todo, creo que se aprecia en las instituciones universitarias norteamericanas un dinamismo del que carece la Universidad europea y, de forma aún más agudizada, la Universidad española.  Y creo también que la mejora de nuestro sistema universitario pasa necesariamente por la adopción de medidas que permitan e incluso estimulen esa competitividad.

Nuestras Universidades han mejorado de manera notable en estas últimas décadas pero estamos en un punto de estancamiento que, si bien se ha acentuado por la crisis económica, no tiene su origen ni su explicación en ella.

La falta de iniciativa que muchas veces se percibe es una mezcla de no poder con no querer. Es evidente, en primer lugar, el poco margen que hay para competir.  Hay pocos recursos para luchar por atraer los mejores alumnos. Es verdad que la nueva normativa permite que las Universidades puedan introducir ciertas diferencias en sus planes de estudio; pero esto resulta insuficiente, primero porque muchas veces la rigidez del sistema de acreditación de títulos impide o al menos dificulta seriamente las novedades; pero antes que eso, porque cualquiera que sea la oferta académica, resulta muy difícil atraer estudiantes de fuera de la Comunidad Autónoma y, casi, de más allá de las fronteras de la propia provincia.

Y hay una dificultad aún mayor para atraer buenos –o simplemente nuevos- profesores. A una falta de cultura de la movilidad en el mundo laboral español, en general, y en el académico, en particular (algo, por cierto, que no era así hace tan solo unas décadas), se une en las universidades públicas una normativa rígida que impide hacer una oferta (o llamada si se quiere evitar un término un tanto mercantilista) a un buen profesor. Y ello no solo porque se le obliga a realizar un concurso en el que no sabe qué ocurrirá y en el que no raramente se termina decidiendo por intereses dentro del Departamento o Facultad afectados (algo a lo que es razonable que no quiera someterse un profesional que tiene un prestigio consolidado en su Universidad o centro de investigación) sino, antes incluso, por la imposibilidad de ofrecer algo atractivo, distinto de lo que tiene en el sitio en que trabaja. Y es que la falta de flexibilidad se da no solo a la hora de atraer talento (por usar un término al uso) sino también a la hora de discriminar entre los que ya trabajan en la Universidad.

Es verdad que en estos años ha habido algunos avances importantes en esta materia; el más destacado los sexenios de investigación, pero también otro tipo de complementos, tanto autonómicos como de las propias Universidades (por cierto que es más cuestionable –aunque solo sea por el mensaje que se lanza a profesores, alumnos y sociedad- que el premio al buen investigador sea una reducción de docencia). Pero estamos lejos de medidas que sean un verdadero estimulo para el esfuerzo y dedicación que requieren una docencia e investigación de calidad.

Debe reconocerse el mérito que tienen tantos docentes e investigadores que, a pesar de ello, dedican horas y esfuerzos que van más allá de lo que les es legalmente exigible. Pero basar el sistema en la buena voluntad de los afectados no es nunca la mejor solución.

Y lo que se dice de los profesores podría también ser válido para el personal de administración y servicios: nuestras Universidades necesitan de buenos gestores que, bajo la dirección de los órganos de gobierno, asuman con la profesionalidad y capacitación necesarias tareas de gestión –búsqueda de estudiantes, de convenios con empresas, de fuentes de financiación, de prácticas profesionales- que tantas veces recaen en el profesorado.

Hay por tanto dificultades objetivas para poder introducir factores de competitividad. Pero no pocas veces hay también un problema de voluntad: se renuncia a priori a utilizar las posibilidades que deja el sistema, bien por un mal entendido igualitarismo (que no admite grandes diferencias entre Universidades), bien porque las mayores posibilidades de diferenciación implican también asumir mayores responsabilidades y riesgos.

 

¿Y tú qué opinas?