Universidades con alma
Es normal que un blog como este, preocupado por el presente y futuro de nuestra Universidad, trate habitualmente de temas como la internacionalización, la empleabilidad, los rankings, la mejor forma de organizar el gobierno de la Universidad y otro tipo de cuestiones estratégicas que, de manera bastante directa, pueden repercutir en la mejora del sistema. Yo mismo dediqué mis anteriores entradas a la necesidad de introducir competitividad en el sistema universitario español para su mejora (ver aquí y aquí).
Hoy me gustaría hablar de un aspecto que da menos titulares en la prensa pero en el que la Universidad se juega su misma esencia: la formación de los estudiantes. Hace algunos años leí un libro que lleva el sugerente título “Excelencia sin alma”[1] y que está escrito por Harry R. Lewis, quien fue más de treinta años profesor en Harvard y, durante ocho años, Decano del Harvard College, es decir, la persona responsable de la formación de los alumnos de Grado. En una de sus primeras páginas afirma el autor, refiriéndose sobre todo al contexto estadounidense: “las universidades han olvidado su más grande función educativa para los estudiantes de licenciatura. Han triunfado, mejor que nunca, como creadoras y depositarias de conocimiento. Sin embargo, han olvidado que el trabajo fundamental de la educación es convertir a personas de dieciocho y diecinueve años en personas de veintiuno y veintidós, ayudarles a crecer, a aprender quiénes son, a buscar un propósito más ambicioso en sus vidas, y a dejar la Universidad siendo mejores seres humanos”[2].
No deja de asombrarme la capacidad que tienen los americanos de hacer autocrítica, pues si alguna universidad tiene títulos para presumir esa es evidentemente la Universidad de Harvard.
Como me asombra el que, a pesar de su pragmatismo (aunque quizás cabría plantearse si no es precisamente por él), sean siempre capaces de planteamientos magnánimos, tanto que muy posiblemente nosotros los calificaríamos de utópicos. Alguien podría pensar que ese tipo aproximaciones son fáciles para quien, como Harry R. Lewis, ha dejado ya de estar en primera fila y puede dedicar su tiempo a una reflexión teórica con tintes un tanto nostálgicos. Ocurre, sin embargo, que ese mismo año 2007 la Universidad de Harvard hizo público el Report of the Task Force on General Education, un informe elaborado por un grupo de profesores de la Universidad de áreas muy diversas (filosofía, psicología, literatura, biología, sociología…), que había sido constituido con el objeto de determinar cómo debía ser la educación de los alumnos de Grado.
La educación general, se dice en el Informe, debe ser una educación liberal, una educación realizada en un espíritu de búsqueda libre, sin la preocupación por la relevancia de las materias o la utilidad profesional; una educación que haga a los estudiantes más reflexivos sobre sus creencias y opciones, más conscientes y críticos con sus presupuestos y motivaciones, más creativos en la resolución de problemas, más perceptivos del mundo que les rodea, y más capaces de informarse acerca de los problemas que surgen en su vida, personal, profesional y social. Debe ser también –sigue diciendo el Informe– una preparación para el resto de la vida: para el compromiso cívico, para entenderse ellos mismos como productos de –y participantes en- tradiciones artísticas, de ideas y de valores, para responder al cambio de manera crítica y constructiva y para entender las consecuencias éticas de lo que dicen y hacen. Para conseguir esos objetivos proponían, entre otras cosas, que todos los estudiantes tuvieran la obligación de seguir un curso de cada una de las siguientes ocho categorías: comprensión estética e interpretativa, cultura y creencias, razonamiento empírico, razonamiento ético, ciencias de los sistemas vivos, ciencia del universo físico, sociedades del mundo y, por último, los Estados Unidos en el mundo.
No puedo detenerme en analizar el contenido de esas categorías (que efectivamente constituyen el actual curriculum general del Harvard College), ni en comentar otras sugerentes ideas que se contienen el Informe. Creo que lo expuesto es más que suficiente para entender qué significa tomarse en serio la labor formativa de la Universidad: una educación que prepare a los estudiantes no sólo para la profesión sino también para la vida, que se dirija a la persona en su conjunto y proporcione para ello una destacada formación general, que les ayude en la compresión de la persona y de la sociedad, de modo que puedan formar sus propias convicciones, con espíritu crítico y a la vez constructivo, que tengan pasión por la verdad y la libertad, que profundicen en el sentido de la solidaridad; que aprendan a ser ciudadanos ejemplares, comprometidos y que tomen conciencia de las consecuencias éticas de cuanto hacen o dicen. Y todo ello siendo conscientes de que, como también señala el Informe,
“Nos enfrentamos al reto de preparar a nuestros estudiantes para desarrollar vidas florecientes y productivas en un mundo que es dramáticamente diferente de aquél en el que la mayoría de sus profesores nos formamos”.
Algunos pensarán que la función de la Universidad no debe ir más allá de la preparación para la vida profesional; otros, que es un planteamiento utópico e irrealizable; pero creo sinceramente que no es algo a lo que una Universidad pueda renunciar sin traicionarse a sí misma. Por ello se echan de menos en nuestro país reflexiones como la citada, debates acerca de cómo es y como debe ser la formación que proporcionamos en nuestras universidades, análisis no interesados que vayan a la raíz de los problemas y no se queden en un discurso más o menos genérico y vacío sobre las competencias y habilidades que deben de tener los estudiantes (pensando, además, principalmente en su incorporación al mercado laboral).
No se me ocultan las dificultades, ni tampoco las grandes diferencias que existen entre nuestras Universidades y las americanas, diferencias también de modelo pues allí los estudios de Grado tienen un carácter mucho más generalista. Pero, puesto que hemos pretendido copiar su modelo, al menos por lo que a las estructuras se refiere (Grado, Máster y Doctorado), y puesto que se va extendiendo la idea de que la verdadera especialización se produce en el Máster siendo los Grados más generalistas, sería el momento de empezar a pensar en un core curriculum, con una importante presencia de las humanidades, que aporte una formación general en la línea de la que recomienda el Informe de Harvard.
Sería deseable, al menos, que pudieran implantarlo las Universidades que así lo deseen sin las rigideces de los planes actuales.
Como debería ser también materia de reflexión y debate cuál debe ser el perfil del profesor universitario y la formación que debe recibir para mejorar su función docente pues difícilmente la Universidad podrá cumplir su misión sin profesores que encarnen los valores que se quieren trasmitir. Y es que, como afirma G. Steiner en sus maravillosas Lecciones de los maestros, “no hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos (…) Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría”[3].
Ojalá entre tantos debates sobre rankings, empleabilidad o la duración de nuestros Grados, fuéramos capaces de abrir un hueco a estas cuestiones en las que, como he dicho, la Universidad se juega su propia esencia y una sociedad, su futuro.
[1] Harry R. Lewis, Excellence Without a Soul, Public Affairs, Nueva York, 2007.
[2] Id. pág. XIV.
[3] G. Steiner, Lecciones de los Maestros, Siruela, 2ª ed. Madrid, 2004, pág. 173.
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