La necesidad y el valor de entender a los alumnos
Una universidad española me invitó a impartir una sesión en un curso de formación de jóvenes profesores. Me propusieron un título muy sugerente pero tuvieron a bien darme la libertad de enfocarlo como se adaptara mejor a mí. Así que elegí una perspectiva que me es muy familiar y que he venido trabajando en los últimos tiempos:
Si queremos ser capaces de llegar a los alumnos, de que nos vean y nos escuchen, es necesario comenzar por conocerles y entenderles.
Mi sorpresa fue enorme cuando, al acabar la sesión, los responsables del curso me reconocieron que era la primera vez que en este curso alguien abordaba este tema. Entiendo que la formación del profesorado tiene muchas posibles vertientes, todas ellas valiosas, pero me cuesta comprender que el alumno, el destinatario final de la mayor parte del trabajo de un profesor universitario y de todo el sistema en su conjunto, no sea una cuestión esencial no solo en la formación de los nuevos docentes, sino de todos aquellos que de un modo u otro trabajan con y para ellos.
Podría aducirse que toda la corriente de innovación docente en la que estamos inmersos busca, precisamente, dar respuesta a ese perfil de alumno cambiante. Y reconozco que es así en parte. Pero sigo pensando que la reflexión pausada sobre la claves sociológicas y su influencia en los más jóvenes, no es un tema que nos haya ocupado seriamente. Me atrevería a decir, incluso, que la excesiva burocratización del trabajo universitario está teniendo un efecto no deseado y perverso en el que el alumno ha dejado de formar parte de la ecuación como elemento clave de este trabajo y ha sido sustituido por agencias, pares, comités y procesos. En el mejor de los casos, ha sido reducido a su valoración en una encuesta de satisfacción, herramienta de la que ya son evidentes sus limitaciones.
Y no hablo de la necesidad o no de querer a los alumnos, sino de mostrar interés por ellos para poder adaptar el discurso, el modo de enseñar, el tono, a sus condiciones y su entorno y ser capaces así de captar su atención y, por ende, de marcar una diferencia en su vida.
En mis casi veinte años como profesora universitaria he asistido, como todos mis colegas, a cambios sociológicos y culturales. Muchos de ellos menores (cómo visten, cómo hablan), y algunos pocos de gran calado que ponen de manifiesto que los cambios sociales afectan al modo en que las nuevas generaciones de alumnos universitarios se conciben a sí mismos, a su propio itinerario formativo y a la autoridad implícita en el sistema universitario. Una de las reacciones mas frecuentes entre el profesorado, de la que he sido parte en ocasiones, es la queja: “ya no son tan constantes como antes”, “no se toman en serio el trabajo”, “tiran la toalla ante el primer esfuerzo”, “es muy difícil captar su interés”, “no se esfuerzan”, “no dan importancia a los límites”. Pocas veces nos hemos tomado el tiempo y la molestia de entender cómo han crecido, cómo la sociedad ha ayudado a moldear algunos de esos hábitos de los que, sin querer, les hacemos plenamente responsables.
Me permito sugerir la lectura pausada de un artículo publicado en 2014 por la revista The Atlantic en el que se apuntaban algunas claves que pueden ayudarnos a descubrir las coordenadas desde las que los más jóvenes (Generación Z, millennials) entienden el mundo en que viven. En este texto se da cuenta del trabajo de Ellen Sandseter, de la Queen Maud University College, sobre las consecuencias que la transformación de los espacios de juego infantil podría tener sobre el desarrollo evolutivo. De acuerdo con su perspectiva como especialista en educación temprana, la sobreprotección aplicada al juego puede llevar consigo una actitud temerosa a la asunción de riesgos y una escasa capacidad para valorar las consecuencias de determinadas actitudes que pueden parecer “peligrosas”. Cuando estos niños y niñas crecen y llegan a la universidad es habitual encontrarse con jóvenes asustados de tomar una u otra decisión que necesariamente implica un riesgo como, por ejemplo, elegir una asignatura o una práctica profesional sobre otra; y al mismo tiempo les vemos llevar a cabo actitudes que claramente implican un riesgo, como su relación abusiva con el alcohol, por ejemplo.
La relación de una infancia sobreprotegida y su incapacidad manifiesta de asumir la necesidad de tomar decisiones que implican y encierran riesgos emerge, entonces, con más claridad.
En The Coddling of the American Mind, Jonathan Haidt y Greg Lukianoff hacen un diagnóstico sociológico de la generación que hoy habita los campus norteamericanos. Tres son las máximas (ellos las denominan untruths) sobre las que, a juicio de estos autores, se articula la vida de estos jóvenes: confía siempre en tus sentimientos; lo que no te mata, te hace más débil; y la vida es una batalla entre gente mala y gente buena. El libro desgrana, con decenas de casos que nos interpelan directamente, las causas psicológicas y sociales que nos conducen a la situación actual.
Podría parecer que tras estos rasgos se esconde una realidad negativa que deberíamos conocer para protegernos de ella: jóvenes que no saben tomar riesgos, que asumen que en la vida no hay grises, y para los que prevalece la emoción sobre la objetividad en todos los casos. Sin embargo, cabe una reflexión más positiva que es la que quiero ofrecer: solo conociendo como son, solo acertando en el diagnóstico, seremos capaces de ayudarles.
Y en el camino también entenderemos que a veces nuestras posiciones sobre las cosas, sobre todo aquellas en las que entramos en conflicto con los estudiantes, también son fruto de nuestro propio marco social e histórico y que, por tanto, pueden cambiar.
Innovación es una palabra clave estos días en todos los contextos, también en el sector educativo. Creo que la innovación más urgente es aquella que aplica al ser humano y que nos hace cambiar a través de la evolución o de la disrupción. Cuando eso afecta a la relación alumno-profesor, entonces toca un elemento clave en la vida universitaria que no puede no ser objeto de nuestra consideración.
Aprenderemos mucho sobre ellos y, de paso, también sobre nosotros mismos.
Excelente reflexión profesora Sábada que nos invita a pensar a todos los docentes.