El Plan Bolonia o el viaje al centro de la nada

Juan Alfredo Obarrio, en colaboración con Aniceto Masferrer, profesores de la Universidad de Valencia,  se unen a nuestra lista de colaboradores con un post en el que promueven una universidad comprometida con la búsqueda del conocimiento de la realidad como fin, y no como mero medio para la obtención de un beneficio o puesto de trabajo. Celebramos, igualmente, su reciente publicación, La universidad, lo que ha sido, lo que es, y lo que debiera ser. Con esta entrada, queremos abrir una conversación a lo largo de toda la semana acerca del «Plan Bolonia»: sus virtudes, carencias y efectos, y a la que invitamos a participar a todos los seguidores de univerdad.

En su conocida obra Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift nos relata la existencia de una curiosa «Academia de Proyectistas» de Lagado, la capital del reino, cuyos profesores, una vez subieron a la «Isla Voladora», regresaron con una mentalidad ajena a toda racionalidad. En esta variopinta Academia residían personajes que se dedicaban a diseñar e imaginar las más disparatadas ideas, así como los métodos más absurdos que uno pudiera imaginar para el mundo de las artes, de las ciencias o de la industria, proyectos que sin duda reflejaban una sátira mordaz contra las baldías especulaciones desarrolladas por las Academias y Sociedades científicas de su época.

Pero leído en su contexto, Los viajes de Gulliver representan no sólo una crítica contra las utopías de T. Moro, Bacon o Campanella, sino una guía para su interpretación, una guía que nos enseña que el hombre que desea vivir su tiempo, debe salirse de él para conocer esos libros que ayudan a comprender el carácter filosófico de la vida y de nuestra condición humana, lo que nos da muestra de su talento. El constante retorno a sus páginas, repletas de agudo simbolismo y notable erudición, nos ha enseñado que en ellas se plantea la cuestión de saber qué alimento nutrirá mejor a las hambrientas almas de los jóvenes, si esa cultura plácida y utilitarista que representa el triunfo del modernismo, o aquella otra que nos enseña que seguimos siendo como enanos a hombros de gigantes, lo que nos recuerda el desafío inútil del emperador Quin Shi Huang, quien, según leemos en el relato de Borges, La muralla y los libros, pretendió abolir el pasado, “quemando todos los libros anteriores a él”, para que “la historia comenzara con él”. Una metáfora visual que nos advierte de que un libro, y la historia que contiene, es un valor absoluto, que no puede quedar reducido al capricho o al azar, porque, como leemos en otro de sus relatos, Del culto de los libros, “somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo”.

Esa reivindicación de la cultura clásica, del viejo saber que trasciende del estéril mundo de los mercados y de sus balanzas contables, de la omnipotencia del utilitarismo y de su insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, es al que nos traslada ese mundo soñado por Swift, en el que el saber es la única arma que puede imponer la qualitas sobre la quantitas.

Por desgracia, esa función civilizadora y unificadora que trae la Cultura y sus libros, no parece que tenga parangón con ese Plan de Educación Superior llamado Bolonia.

No es nuestra pretensión realizar una amplia disección de lo que supone el Plan Bolonia. Sobre este tema han aparecido numeras monografías y artículos científicos que lo han abordado desde numerosos puntos de vista, pero sí lo es el explicar por qué estamos en una posición enfrentada, lo que nos devuelve a la vieja polémica entre los antiguos y los modernos.

Como acertadamente ha señalado López Herrerías, esta Declaración se puede entender como “Una buena síntesis de la secuencia de cambio programada en la UE para las universidades. Breve y bien estructurada carta: preámbulo, principios fundamentales y medios. Todo ello expresado en el decidido mantenimiento de la palabra “universidad”. Sin embargo, poco después, en esa secuencia de capítulos que se desgranan en torno a este asunto, la ‘Universidad’ va desapareciendo y es sustituida por los ‘estudios superiores’, un término que, sin duda, deja atrás toda una serie de vínculos relacionados con lo que era la Universitas: el afán por el saber y la búsqueda del verdadero conocimiento, para centrarse en una dinámica mucho más desenfocada de esta esencia universitaria.

No se equivoca el autor cuando, con agudeza, resalta que ese cambio de nomenclatura, de “Universidad” a “Estudios Superiores”, es algo más que una variante textual, es una transformación que simboliza la pérdida de ese saber que se impartía en las Universidades, para transitar por las vías que conducen a la mera competitividad económica y a la mercantilización de un conocimiento que ya no busca la cultura, ni reflexiona sobre ella; que la ha convertido –o está en vías de conseguirlo, como acertadamente ha señalado Libero Zuppiroli-, en “un supermercado gigantesco”, al que nos han introducido sin consultar a nadie, con la única finalidad de instaurar un nuevo prototipo de Universidad que se equipare al modelo anglosajón; y que reconoce, con gran ironía y sarcasmo, que “puede decirse que este último objetivo ha sido ampliamente conseguido”, un hecho que se evidencia porque “Por doquier triunfan las carreras más cortas y las menos originales”; que la hace mediocre, porque “La uniformidad provoca, en los títulos universitarios, el mismo efecto que las verduras que se venden en los supermercados, donde asistimos al triunfo del tomate bien calibrado e insípido, denominado ‘tomate holandés’, que hoy en día se produce en todas partes”; y que lleva a que asistamos impávidos al nacimiento de nuevas asignaturas, como la asignatura de «Técnicas y Habilidades Jurídicas», que se implantó en la Universidad de Valencia con un programa tan cargado de buenas intenciones, como repleto de palabras vacías de contenido; pero a la postre, útil para la nueva y emergente pedagogía, esa que dice que hay que impartir una asignatura cuyos contenidos no se conocen, y cuando se conocen, no hay materiales, ni un criterio para implantarlos. Una dinámica que nos recuerda al delicioso personaje de la Reina de corazones, de Alicia en el país de las maravillas, cuando, sin ningún reparo, exclama: “¡La sentencia es lo primero! !El juicio vendrá después!”

Y así es como funcionan las cosas en ese palacio llamado Bolonia: de una manera mecánica y absurda.

Primero se improvisa una asignatura, y cuatro años más tarde aparece un manual, cuyos redactores desconocen por completo lo que sus otros compañeros han redactado. Sólo “el Gran Hermano” revisa y dictamina lo que se publica, y lo que no entra en los cánones de la nueva era pedagógica. Afortunadamente, alguno nos salimos a tiempo de ese Frankenstein de papel. Pero fuimos la excepción.


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Comentarios
  1. Antonio Ruiz dice: 17/05/2016 a las 10:34

    Apruebo, celebro y comparto la defensa de la cultura «humanística» que se lleva a cabo en este post. Sin embargo, no termino de ver la relación con Bolonia. Parece como si la implantación del modelo conduce, inexorablemente, a la «competitividad económica» y a la «mercantilización» del conocimiento. La mera utilización de las palabras «estudios superiores» no conlleva necesariamente un cambio de paradigma. Este cambio lleva produciéndose varios años -exponencialmente durante la crisis- y resulta complicado atribuírselo a la misma gestión universitaria


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