Elogio del profesor

En “retrato de un amigo”, uno de los ensayos de Natalia Ginzburg recogidos en el libro Las pequeñas virtudes (Acantilado), la escritora italiana llora la muerte de un ser querido trazando un paralelismo entre este y la ciudad que comparten. “Ahora- escribe Ginzburg- nos damos cuenta de que nuestra ciudad se parece al amigo que hemos perdido y que tanto la amaba; es, como era él, laboriosa, ceñuda en su actividad febril y terca, y, al mismo tiempo, apática y dispuesta a holgazanear y a soñar. En la ciudad que se le parece, sentimos revivir a nuestro amigo donde quiera que vayamos”.

Recordé esta anécdota hace unos días, tras ir a comer a un restaurante italiano. Allí elegí un plato “a la napolitana”, lo que no pasó desapercibido a mis acompañantes. “¿Has elegido ese plato porque tu profesora de italiano es napolitana?”, me preguntaron, a lo que respondí con un escueto: “evidentemente”.  Al igual que Ginzburg se da cuenta de la similitud entre el amigo y la ciudad amada por este, de forma que “sienten revivir” a su amigo en cada calle, así nosotros, que hemos sido todos alumnos, portamos una mirada heredada de los buenos profesores, de manera que en cada calle y cada elección, conscientes o no, les hacemos revivir.

Los profesores, claro está, transmiten; transmiten conocimientos, es decir, enseñan, pero también transmiten una mirada particular sobre el mundo. En su forma de abordar la materia impartida, en su manera de relacionarse con los alumnos y en los ejemplos y métodos que utiliza en clase, el profesor ofrece a los alumnos todo un testimonio de vida. Así el profesor, en tanto que testigo, no solo aporta información a los alumnos sino que compromete su vida y se adhiere a aquello que transmite.

No en vano la teología católica sitúa el testimonio como una de las principales formas de transmisión de la fe. Cuando el testigo es coherente con su vida y palabra, lo testimoniado se hace, de alguna forma, presente. Por esto se produce una especie de fusión entre el amigo de Ginzburg y la ciudad que este amaba, entre mi profesora y su ciudad, y así, volviendo sobre la ciudad o sobre la materia explicada, aquel a quien queremos permanece con nosotros.

El buen profesor, entonces, no es una fuente de conocimientos inagotable sobre un tema determinado, sino un mediador entre el alumno y lo enseñado que se compromete y se funde con lo que imparte. Por esta razón, los mejores profesores no necesariamente enseñan más, pero sí ayudan a aprender más, porque con su pasión por lo que explican muestran que en el estudio puede haber alegría y nos animan, quizá sin ser conscientes de ello, a adentrarnos en las materias más allá de lo que obligan los libros de texto y los exámenes.

Hoy, en medio de un mundo en el que el conocimiento está a golpe de clic, en el que el frío dato está más accesible que nunca y parece ser la fuente última de todo conocimiento válido, el buen profesor es como una linterna en la noche, una especie de apóstol de lo que explica. Cuando la forma de acceso al conocimiento podría poner en riesgo la figura del profesor, el profesor-testigo, el buen profesor, aparece, sin embargo, como un elemento imprescindible que, convirtiendo lo que explica en algo susceptible de ser amado, mejora las vidas de sus alumnos, haciéndolas menos frías y más humanas.

Ahora que el curso escolar ha terminado o está a punto de hacerlo, querría que esta entrada sirviera como elogio de mi profesora de italiano, de todos los buenos profesores que he tenido a lo largo de la vida y, en general, de todos los buenos profesores. Ellos, con su testimonio, han hecho del mundo un lugar habitable, de manera que casi les sentimos revivir al profundizar en sus disciplinas o al visitar las ciudades de las que nos hablaron, como un homenaje silencioso e inconsciente que suele permanecer oculto para ellos. Por eso, a todos los profesores, con la mayor sinceridad: gracias.

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Comentarios
  1. Antonio de Miguel dice: 10/07/2018 a las 08:48

    Enhorabuena por el artículo. Lo suscribo palabra por palabra

  2. Neila dice: 12/07/2018 a las 16:07

    Muy buen artículo. A veces, tal como están estructuradas las cosas, es difícil para todos, alumnos y profesores. Pero aunque el sistema sea muy mejorable, quienes lo salvan son esos profesores vocacionales, entusiastas, infatigables, que todos hemos tenido, a los que siempre recordamos, y a los que nos gustaría parecernos. Nuestro agradecimiento tiene que servir como reconocimiento a una labor que, casi siempre, es muy poco reconocida.


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