En defensa de la Universidad

Como en la película “Plumas de caballo”, en la que Groucho Marx, al ser nombrado Rector, propone nada menos que desmontar la universidad, a veces parecemos instalados en el disparate, nada cómico por cierto en casos como el del Máster de Cristina Cifuentes.

Ya sé que una conducta desviada es mucho más visible que mil comportamientos rectos y estamos viendo que un caso como ése está haciendo un serio daño al conjunto de nuestras universidades y proyectando una imagen universitaria de apaños, ventajismo, discrecionalidad y desbarajustes.

Para que no cunda esa imagen, para que la sociedad recobre confianza, para que los estudiantes no sientan degradados sus títulos, para que muchos universitarios no caigan en el bochorno y la desmoralización, hay que salir en defensa de la universidad y decir bien alto que no es ésa la norma, que no es ése el retrato que se merece una universidad que ha registrado sensibles mejoras en las últimas décadas y en la que dominan la profesionalidad y los comportamientos rigurosos, esforzados, transparentes y ejemplares.

No es cuestión de mencionar aquí los numerosos motivos que las aulas y los laboratorios nos brindan a diario para sentirnos orgullosos, sino que la mejor defensa de la universidad me parece que consiste en tratar de evitar que su imagen social como institución confiable empiece a caer bajo sospecha, en recordar que tanto como el modo en que somos, importa el modo en que nos perciben, y en preguntarnos si no estamos un tanto atrapados en una institucionalidad que necesita salir más a la calle.

Siempre he pensado que en la universidad somos “mejores productores que vendedores”, que descuidamos un tanto nuestra imagen y no acertamos a proyectarla externamente y que, por ello, resulta imprescindible acometer iniciativas eficaces para transmitir nuestro potencial y capacidades, nuestro decisivo papel en la formación de profesionales, en la investigación, en la generación, difusión y transferencia de conocimiento y en nuestro compromiso social.

Por eso me sorprende que, especialmente en situaciones como la presente, no se hayan alzado contundentemente en defensa de la universidad voces como la de un melifluo Ministerio de Educación (esa especie de DiploMec de nuestros días que lleva camino de confundir la Educación con parecer educados) o que la CRUE no haya mostrado mayor rotundidad en la reivindicación del verdadero papel y capacidad de las universidades.

Para no quedarme solo en los enunciados sin traspasar la frontera de las propuestas, me atrevo a señalar la necesidad de incorporar a las prioridades de la agenda universitaria algo a lo que quizá no hemos prestado la atención debida: la difusión y proyección externa de las mejores imágenes universitarias. Una tarea que debiera ser desarrollada mediante planes específicamente diseñados con ese propósito por las propias universidades, pero en la que deberían asumir un papel protagonista la CRUE, el Ministerio o incluso entidades como Universia.

Claro que la defensa de las imágenes universitarias comporta, además, una ineludible exigencia de reflexión autocrítica, que conduzca a la adopción de las pertinentes medidas, sobre nuestras deficiencias y sobre las causas que permiten la existencia de conductas desviadas y de casos ciertamente escandalosos. En esa reflexión me parece que hay al menos dos ámbitos principales que vienen al caso de los recientes acontecimientos.

El primero, es el de la propia configuración de la naturaleza, organización y desarrollo de los Máster, que merecen ser seriamente repensados y donde se hace imprescindible separar el grano de la paja y depurar una oferta incontrolada que mezcla sin la distinción debida lo excelente con lo irrelevante, mediante la acción coordinada tanto de las propias universidades como de las agencias de acreditación.

Al alcance de las universidades debería estar el reforzamiento de los procedimientos destinados a garantizar el dominio de los requisitos académicos frente al riesgo de anteponer la competencia a lo competente y de sucumbir a la tentación del simple mercadeo de títulos universitarios, por un lado; y, por otro lado, hacer primar las señales de demanda de las necesidades sociales frente a los estímulos de oferta internos, en el diseño y configuración de su mapa de enseñanzas.

Y al alcance de las Agencias estaría el proceder a la revisión de unos procesos que, sin dejar de reconocer sus indudables logros, revelan deficiencias e insuficiencias, en los que se observa un deslizamiento desde lo académico a lo formal y de lo sustantivo a lo burocrático, que a veces se muestran más ocupados en verificar el cumplimiento que en valorar los resultados y que parecen focalizarse más en las visiones hacia atrás que hacia delante, como si se condujese un coche mirando por el retrovisor.

El segundo ámbito de reflexión habría de centrarse en las relaciones de la universidad con el poder y en los instrumentos de equilibrio que permitan conciliar la indispensable autonomía universitaria con una rendición de cuentas y una supervisión social, que ni debe confundirse ni puede encubrir intentos de control y aprovechamiento político que han de ser completamente erradicados. Aún más, resulta fundamental el reto de acertar con medidas e iniciativas capaces de imponer las estrategias institucionales frente a las redes clientelares y los comportamientos corporativos.

Confieso que no dispongo de recetas mágicas ni de soluciones innovadoras para estos viejos problemas, pero no me resisto a dejar de mencionar al menos dos cuestiones relacionadas con ese propósito. Una de ellas remite a un tema tan complejo, debatido y urgente como el de la reforma del gobierno universitario, en el que no es mi propósito entrar en estas líneas más que para indicar que, junto con la reforma  del sistema de elección, me parece imprescindible reforzar la capacidad de gestión de unos rectores condenados ahora a “gobernar en la cuerda floja y mirando al calendario” (¿podría contribuir a ello algo tan sencillo como un único mandato de seis años, por ejemplo?).

Y la otra remite a la manifiesta inadecuación, a mi modo de ver, de los procedimientos de autorización y creación de universidades, donde a veces radica el origen de algunos problemas posteriores y donde he podido comprobar personalmente cómo el criterio político se ha impuesto a las razones académicas esgrimidas por el Consejo de Universidades y otros órganos académicos.

En fin, el desgaste sufrido por la imagen universitaria no puede quedarse solo en lamento sino convertirse en oportunidad para proyectar más y mejor la verdadera realidad universitaria y, en ocasión, para corregir algunas de nuestras deficiencias.

Como en otra película de época (“Gritos y susurros”) es necesario alzar voces hacia fuera en defensa de una realidad universitaria distorsionada y empañada por algunos desgraciados acontecimientos, pero es momento también para ampliar y reforzar  hacia adentro las conversaciones sosegadas (siquiera sea con susurros) sobre nuestras propias deficiencias. De no ser así, no hará falta que sea Groucho Marx quien nos proponga desmantelar la universidad y la tragedia podría llegar a ocupar el lugar de la comedia.

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Comentarios
  1. Pello Salaburu dice: 19/04/2018 a las 10:08

    No puedo estar más de acuerdo con lo que señala Juan Vázquez. Por centrarme solo en unos de los puntos (estoy de acuerdo con el resto, como digo), me ha sorprendido de forma muy negativa lo que (no) ha hecho la CRUE con esta tragicomedia desencadenada por la Sra. Cifuentes, que ha ido dejando al descubierto, cada día que pasa, las chapuzas sucedidas en una universidad ante el silencio cómplice y difícilmente entendible de su profesorado (salvo honrosas excepciones). La CRUE se ocupó de lo nimio: ¿qué pinta impulsando o apoyando investigaciones que se debieran circunscribir al ámbito interno de cada universidad, cuando lo suyo es ocuparse de problemas generales y de política universitaria con mayúsculas? En cambio, no dio importancia a lo importante: ¿cómo es posible que exista en el sistema una universidad incapaz de saber en unos minutos si ha expedido o no un título a una persona? ¿Cómo es posible que la CRUE mantenga un silencio sepulcral con lo que está viendo que sucede en una de sus universidades, que parece el camarote de los hermanos Marx, y confunda de forma sistemática la prudencia con la imprudencia?
    Todo esto está haciendo mucho daño a la universidad, nos está haciendo daño a todos. Aunque quizás no debiera sorprendernos: aquella comisión que se creó para investigar las actividades del rector Suárez por plagiar a diestro y siniestro fue disuelta casi sin constituirse. También entonces la CRUE calló y mantuvo una actitud (im)prudente. Y ahora, ante un problema serio, se le ocurre nombrar a dos personas para investigar algo que, como sabe quien conoce algo la universidad, no necesita ninguna investigación. Tan solo una llamada telefónica a los servicios de administración. El problema está en otro lado.

  2. Adela Muñoz Páez. Universidad de Sevilla dice: 19/04/2018 a las 21:02

    Estoy de acuerdo en todo lo que se dice el profesor Vázquez. No en la extensión del comunicado y en lo amplio de sus objetivos, sería conveniente resumir y focalizar. Nada más destaparse el escándalo un grupo de profesores de la universidad de Sevilla hicimos un comunicado que enviamos a nuestro rector. Hizo oidos sordos y días después nos hizo una reprimenda en su primera comparecencia en público. Hace dos semanas publiqué un artículo en El Periódico de Cataluña pidiendo actuaciones contundentes a la CRUE, que hace gala de prudencia, que ahora es lo más imprudente porque el prestigio de la universidad se deteriora cada día ¿a qué esperan para actuar?

  3. La Universidad cuestionada – Español24 dice: 23/04/2018 a las 23:20

    […] Universidad. Por ejemplo, Juan Vázquez, exrector de Oviedo y expresidente de la CRUE, reclamaba en un duro artículo en el blog UniverSídad  “acertar con medidas e iniciativas capaces de imponer las estrategias institucionales frente a […]


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