La idea del universitario y de la universidad frente a la transformación digital
Al comienzo de Meditación de la técnica, Ortega y Gasset afirma que “sin la técnica el hombre no existiría ni habría existido nunca”. La técnica, por tanto, sería algo propio del ser humano y un elemento diferencial del mismo. No obstante, pese a que la técnica ha servido históricamente al propósito de resolver problemas del hombre, ya se apuntaba entonces que la técnica se había convertido en un “gigantesco problema”. Una y otra vez las transformaciones sociales –ya sean estas o no de índole técnico– han obligado a la universidad y a los universitarios a posicionarse frente a ellas. La transformación digital de la sociedad a la que asistimos nos interpela, de nuevo, a reflexionar sobre estos problemas, solo que esta vez somos “nosotros” los protagonistas de esta necesaria reflexión.
Por otro lado, hay que advertir que la universidad nunca ha sido ajena a estos procesos, sino al contrario: en algunos casos ha sido protagonista de los propios avances técnicos y, desde su surgimiento, ha tenido que enfrentar la disyuntiva de avanzar a la par de dichos avances o mantener una actitud de cierta desconfianza prudencial. Los avances técnicos, por su propia naturaleza, provocan una mayor distancia entre el quehacer “histórico” de la universidad y la vida real de las sociedades, que suele demandar soluciones prácticas a los problemas. De los universitarios depende, por tanto, que esa distancia se convierta en una falla o en un sendero que recorrer conjuntamente.
Las siguientes líneas tienen el propósito de plantear una reflexión al respecto desde una doble perspectiva: de un lado, desde la relación existente entre el “universitario” –entendido en sentido amplio como los distintos agentes que conforman la comunidad universitaria– y la técnica; y, de otro lado, desde la propia idea de universidad en el trasfondo de un proceso de transformación digital.
El universitario y la técnica
Volviendo sobre la frase de Ortega con la que dábamos comienzo a estas reflexiones, podríamos inferir algo así como que el universitario siempre ha precisado de la técnica para el desarrollo de la actividad universitaria (ya sea de un libro o, tal y como se presenta la realidad hoy día, de una computadora). Esto puede parecer una perogrullada, pero conviene tenerlo en cuenta, pues al fin y al cabo lo que está en juego es el modelo de interacción entre los universitarios, y ello implica una serie de cambios cuyas consecuencias conviene analizar con cautela. A grandes rasgos y de manera algo caricaturesca podríamos trazar dos modelos de interacción que han caracterizado –y caracterizan– la relación entre el universitario
y la técnica.
En tiempos pasados, el espacio de las clases contenía un lugar donde uno o varios oradores impartían la enseñanza, o donde el propio público era invitado a participar activamente del propio acto educativo. Todo ello comportaba una filosofía de la presencia.
Comencemos por el modelo tradicional, que tiene sus raíces en los propios orígenes de la civilización occidental y está en el corazón del propio surgimiento de las universidades medievales: a muchos les resultará familiar el viejo chiste de que si un monje del siglo XIV despertase hoy encontraría en las aulas (escolares y universitarias) un lugar que le resultaría muy familiar. Y ello precisamente serviría para desvirtuar dicho modelo. El espacio de las clases, hasta ahora, contenía una palestra, donde uno o varios oradores impartían la enseñanza, o donde el propio público era invitado a participar activamente del propio acto educativo, cuando lo común habría sido su asistencia pasiva. Todo ello comportaba una filosofía de la presencia, que remarcaba la importancia del aparecer de los cuerpos en el espacio de lo común. Esta formalidad espacio-educativa traía consigo, implícitamente, dos importantes enseñanzas propiamente humanas: el ejercicio activo de la libertad (de los antiguos) y el coraje de usar la propia voz (parrhesía), que afectaba a educadores y educandos. Es decir, dicho modelo incorporaba y sigue incorporando una serie de medios interactivos y técnicas guiadas por una serie de fines, que es lo que verdaderamente les conferían su valor trascendental. Podríamos decir que serían aquello que hace ser al universitario “lo que es”. Y lo mismo podríamos decir de determinados ceremoniales académicos que adquieren un carácter litúrgico (su finalidad es lo que confiere verdadero valor al ritual).
A lo anterior le podríamos sumar un argumento, a mi juicio, todavía más poderoso, pero que bebe de la misma fuente: aunque la comunidad universitaria no fuera capaz de descifrar cuáles son esos fines universitarios, son conocedores de algo mucho más importante: cómo ocuparse de ella. De acuerdo con Oakeshott, tal tipo de conocimiento no es un don de la naturaleza; es el conocimiento de una tradición y hay que adquirirlo. De acuerdo con esta idea la universidad en realidad consistiría “en un grupo de personas dedicadas a un tio de actividad en particular: en la Edad Media se la llamaba Studium; nosotros podemos llamarla «la búsqueda del conocimiento»”. Y lo que distinguiría a la universidad respecto de otras instituciones sería, precisamente, la manera particular de abordar esa búsqueda de conocimiento y transmitirla, que sería merecedora de ser preservada. En resumidas cuentas, se pone el énfasis en el modo de hacer las cosas “tradicional”, pues tales modos serían herederos de una larga tradición de eficacia universitaria probada.
Podríamos distinguir el modelo anterior de otro, que llamaríamos adaptativo. La técnica, tal y como nos recuerda de nuevo Ortega, no deja de ser la reacción del hombre frente a la naturaleza o el ser de las cosas. Concretamente, sería “la reforma que el hombre impone a la naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades”.
Así pues, en contraposición al modelo de interacción tradicional, podemos pensar la técnica como una herramienta de adaptación del universitario al medio ambiente social, de cuya interacción surgirá una suerte de “universitario” evolucionado. Ello, a su vez, incorpora una visión de los hábitos de interacción algo diferente: en lugar de la expresión de fines trascendentales o de maneras de ocuparse de las cosas eficazmente, de acuerdo con Dewey, la habituación constituiría la adaptación a un nuevo ambiente (que se presenta como cambiante), y sería una palanca para la realización de nuevos hábitos universitarios mejorados. Así, pues, la interacción entre los universitarios debería estar sujeta a una experimentación constante, sin modelos prefijados o prácticas anquilosadas que impedirían el mejoramiento progresivo de tales interacciones.
Ante los dos modelos de interacción existentes en la tradición universitaria no está de más recordar sus correspondientes perversiones: la “terquedad conservadora” y la “ligereza revolucionaria”.
Llegados a este punto, quizá convenga aterrizar algunas de las reflexiones anteriores a situaciones concretas, y de esa forma evitar el riesgo de una excesiva divagación: por un lado, se puede afirmar que algunos de los valores universitarios que defiende el modelo tradicional de interacción (desprovisto de tecnologías) están en peligro: desde el punto de vista del profesorado, el coraje de decir la verdad (que toma la forma de libertad de cátedra) está en entredicho gracias a la cultura de la cancelación que se sirve de las redes sociales para denostar toda una vida académica en escasos minutos. Conviene advertir igualmente –y son muchos ejemplos que lo avalan– que es precisamente el tradicionalismo universitario el que ha facilitado la preservación de algunos elementos que son valorados positivamente por la comunidad universitaria (la interacción presencial profesor-alumno y alumno-alumno que caracteriza la “vida” universitaria). Pero, al mismo tiempo, podríamos hacer alusión a innumerables ejemplos de cambios técnicos que han mejorado la vida y la forma de interacción universitaria (plataforma Moodle, repositorios digitales, etc.).
Con todo, ahora puede advertirse que el propósito de trazar estos modelos ha sido el de poder comprender las distintas actitudes que se derivan de los cambios en el modelo de interacción universitaria. Si convenimos que los dos modelos de interacción tienen su razón de ser, entonces, su recuerdo quizá nos sirva para combatir las que serían las formas perversas de tales modelos: en palabras de Ortega, la “terquedad conservadora” y la “ligereza revolucionaria”.
La terquedad conservadora se expresaría en una actitud de rechazo al cambio en favor de un modo de hacer las cosas según el código tradicional, pero que en muchas ocasiones escondería una forma de acomodamiento injustificable. La ligereza revolucionaria, por su parte, tomaría la forma de un optimismo tecnológico naif, que miraría el progreso técnico como algo positivo por sí mismo. Ciertamente, se necesitan llevar a cabo experimentos de nuevas interacciones, pero no podemos ignorar que los cambios adoptados en materia técnica tienen una importante repercusión con respecto a la propia idea de universidad. Así pues, la reflexión verdaderamente importante sería la de enfrentar la idea de universidad a las consecuencias de la transformación digital. Dicho de otra manera: las actitudes frente a la irrupción de la tecnología estarían mediadas por la idea de universidad que se sostenga.
La universidad frente a la transformación digital: dos perspectivas del cambio
La naturaleza o el ser de la universidad, eso que nosotros llamamos idea o que Ortega denominó misión en su paradigmático trabajo, ha estado en constante discusión desde sus inicios y ha dado lugar a innumerables debates. Así pues, son muchos intelectuales –por no decir todos ellos– los que se han aproximado a esta idea o concepto, reflexionando sobre la naturaleza de la universidad y, específicamente, sobre su conexión o función social con respecto a la sociedad.
Esos debates siempre han tenido mayor profusión en momentos de cambio acelerado –como fuera la revolución industrial o como es hoy la transformación digital– pero en todos ellos se puede observar una misma o parecida confrontación dialéctica que sigue la misma lógica que la que ocupaba a los debates a propósito de la interacción: la que sostiene una visión tradicional de la universidad, y la que defiende una idea de universidad adaptativa o experimental.
Las actitudes frente a la irrupción de la tecnología estarían mediadas por la idea de universidad que se sostenga.
La idea o visión tradicional de la universidad en su vertiente conservadora encuentra su sustento en autores como Tomás de Aquino o John Henry Newman, siendo Alasdair MacIntyre su paladín contemporáneo. El núcleo fundamental de esta idea de universidad sería la de que habría de existir una suerte de concomitancia entre los fines de la universidad y los fines últimos de los seres humanos. Esta idea de universidad, ciertamente, presupone en cierta medida –pero no necesariamente de manera cerrada– una visión unitaria del mundo y del conocimiento (de la Verdad). Así pues, privilegiaría como misión de la universidad –y de los universitarios– la búsqueda de la Verdad o Conocimiento por encima del servicio a los intereses cambiantes de las sociedades, y de ahí el lugar central de la Teología y la Filosofía en las universidades, ya que estas serían precisamente las disciplinas capaces de otorgar dicha visión unitaria.
Desde una perspectiva parecida –aunque ideológicamente más próxima al liberalismo conservador–, podríamos hacer referencia a ideas de universidad como las de Michael Oakeshott. Este autor entiende que la “la universidad no es una máquina que sirve para lograr un propósito determinado o para producir un resultado particular; es una forma de actividad humana”. Y, por tanto, se asemejaría más bien a una conversación continuada centrada en la búsqueda del conocimiento, mediada por la tradición. Y, volviendo sobre el binomio universidad/sociedad, afirma que la universidad “no es un velero que se puede maniobrar para captar hasta la más pasajera de las brisas”. La universidad, coherentemente con lo anterior, debe cuidarse del mecenazgo con el mundo o, como señala en otra de esas poderosas metáforas, “descubrirá que ha vendido su derecho de nacimiento por un plato de lentejas”.
El cambio universitario tecnológico, a veces, es percibido con una actitud de cierta desconfianza prudencial, al menos hasta que sea probada su pretendida mayor eficacia.
Con estas coordenadas ideológicas ya estamos en disposición de comprender, mutatis mutandis, algunas de las reticencias habituales de quienes defienden una idea tradicional de universidad frente a la transformación digital: la misión histórica de la universidad estaría por encima de la adaptación de la misma a las circunstancias sociales. Así pues, conceptos como los de empleabilidad (para lo que sería preciso una capacitación tecnológica) o transferencia (para lo que los medios tecnológicos son fundamentales), si bien son importantes, habrían de ocupar un lugar secundario. El cambio social y, por ende, el cambio universitario tecnológico, es percibido con una actitud de cierta desconfianza prudencial, al menos hasta que sea probada la mayor eficacia de las nuevas formas de interacción frente a las tradicionales.
Fijemos nuestra atención ahora en lo referente a lo que hemos calificado como una idea adaptativa de la universidad, cuyo exponente fundamental lo encontramos en John Dewey. Para este autor, en clara contraposición a la idea tradicional, el conocimiento de las verdades objetivas ha de ser fruto de la experimentación y, por ende, el conocimiento científico empírico debe ser el pilar sobre el que se fundamente la idea de universidad. Así pues, la experiencia, el método experimental y la conexión integral con la práctica en la determinación del conocimiento relegarían aquello que llamamos Razón o Verdad en un sentido clásico a un papel secundario en cuanto a la fijación de la idea de universidad. Por otro lado, de nuevo en contraposición a las ideas anteriores, para Dewey toda institución educativa ha de estar guiada por un fin social y, por tanto, adaptarse a las condiciones de su entorno –en lugar de subordinarse a algún tipo de verdad metafísica o tradición–. El pragmatismo como modus vivendi, en definitiva.
Cabe señalar, no obstante, que a estas ideas les fueron creciendo los enanos: en la medida que se subordina la universidad a un fin social, son varios los fines sociales en liza que pugnan por ejercer el control de las universidades. En ese sentido, se ha acusado infundadamente a Dewey de ser el precursor de la introducción del aprendizaje por competencias en la universidad, y todo el andamiaje neoliberal que incorpora dicho paradigma. Misma acusación podría hacerse con respecto a la transformación digital: la subordinación a fines sociales habría sido la que ha permitido a las grandes tecnológicas colonizar las universidades o incluso ocupar el lugar de estas últimas, tal y como se afirma hoy en muchos discursos universitarios. En lo que no parecen reparar tales acusaciones es en que el mismo Dewey ya señalaba la necesidad de que la universidad se comprometiera con algún fin moral, pues de lo contrario estaría al servicio de algún tipo de poder –en su tiempo, el capitalismo industrial de la crisis del 29–. Se comprende ahora el surgimiento de ideas de universidad como la de Martha Nussbaum –y otros muchos/as en un mismo sentido–, que busca reivindicar el valor de las humanidades en el currículum universitario, y más específicamente lo que ella denomina una educación universitaria sin fines de lucro. Y también aquellas otras ideas que, desde una perspectiva crítica –y algo exageradas desde mi punto de vista– observan que la colonización neoliberal de la universidad está ocasionando un “pueblo sin atributos”, tal y como afirma Wendy Brown. En España tenemos nuestra propia entusiasta de esta perspectiva, Marina Garcés, quien en un ensayo reciente propone una “nueva ilustración radical en las universidades”.
Si la progresiva sustitución de una idea metafísica o histórica de la universidad por otra de corte adaptativo o experimental habría favorecido la entrada de la transformación digital en la universidad, también cabría responsabilizar a los cambios estructurales o tecnológicos de provocar los cambios ideológicos.
Si elevamos el nivel de abstracción, caemos en la cuenta de que estas perspectivas proponen sustituir unos fines (el de la idea tradicional de universidad; el de la universidad regida por el mercado), por otros fines sociales. Llevadas estas ideas al extremo, no es de extrañar que sea en la universidad donde surjan una y otra vez movimientos sociales que busquen liderar la persecución de algún fin social “más elevado” y que para su consecución sea preciso algún tipo de acción revolucionaria. Se entiende, pues, la razón de ser de este tipo de perspectivas críticas que alcanzarían, por su puesto, a la transformación digital, ya que dicho concepto sería una suerte de fetiche –parafraseando a Marx– que escondería nuevas relaciones de dominación tecnológica. Muchos de los eslóganes de las pancartas universitarias beben de esta filosofía y claman contra diversas formas de dominación (el “fuera las empresas de la universidad” quizá sea el ejemplo más paradigmático, pero baste un paseo por cualquier campus para vislumbrar muchos otros).
En definitiva, podría decirse que la progresiva sustitución de una idea metafísica o histórica de la universidad por otra de corte adaptativo o experimental habría favorecido la entrada de la transformación digital en la universidad y todo lo que ello trae consigo. O, si queremos ser más comedidos, habría contribuido a ello en cierta medida, pues en mayor proporción suelen ser los cambios estructurales o tecnológicos los que provocan los cambios ideológicos y no al revés. No obstante, si traemos a colación todos estos debates es precisamente para llamar la atención sobre la importancia de una conversación sobre la idea o misión de universidad al hilo de la transformación digital, pues de lo contrario la universidad estará abocada a arribar allá donde le lleve la corriente, ni más ni menos.
Conclusiones
Una vez sentadas las bases de la discusión, corresponde ahora proponer alguna dirección, más que aportar alguna respuesta a la encrucijada que tenemos por delante. En primer lugar, conviene tener presente que discutir sobre el futuro de la universidad al hilo de las transformaciones sociales es lo propio de la universidad y, en particular, de los universitarios. Más aún cuando las universidades tienen la capacidad de gobernarse a sí mismas gracias a la autonomía que les confiere la legislación. En segundo lugar, este texto ha servido para argumentar la legitimidad y razonabilidad de muchos de los argumentos que se presentan en la arena pública con respecto a esta cuestión. De manera coherente con ello, pensamos que las universidades han de estar sujetas a la experimentación continua en materia de transformación digital, pero han de hacerlo de acuerdo a sus propios fines (incluso cuando se defienda una regresión en términos de progreso tecnológico). En ese sentido, los poderes públicos han de favorecer la existencia de distintas ideas de universidad y distintos modelos de experimentación en materia de transformación digital. Y tales experimentos habrán de seguir procesos de evaluación conforme precisamente a los distintos fines, y así facilitar el contraste de ideas. Habrá quien acuse a este tipo de argumentos de pusilánimes y equidistantes, que son el tipo de querellas que se suelen verter sobre aquellos que seguimos defendiendo la importancia del pluralismo en un tiempo en el que este no tiene muchos adeptos. Pues bien, esas acusaciones son también consideradas legítimas y razonables, al menos por parte de quien escribe estas reflexiones.
Las universidades han de estar sujetas a la experimentación continua en materia de transformación digital, pero han de hacerlo de acuerdo a sus propios fines.
Fuente: Cuaderno de Trabajo 12 de Studia XXI, “Transformación digital de las universidades. Hacia un futuro postpandemia“.