A nuestros maestros

Inicio de curso

Un nuevo curso empieza. Muchos hemos impartido ya. Seguramente más de los que pudimos imaginar en nuestra primera juventud. Este tiempo que se inicia, aún de quietud, nos permite recordar a los viejos Maestros que tuvimos; a rememorar a aquellos profesores que nos enseñaron a pensar y a ver más allá de los libros; a docentes que nos abrieron un mundo que desconocíamos por completo: el del saber.

No hablo de la letra muerta ni del holograma plano –del inane PowerPoint–, sino de la palabra viva con la que se cimenta las vidas de los alumnos, voces que nos orientan y nos recubren de una verdad nunca imaginada.

Como podrán advertir, me estoy refiriendo a docentes que dejaron una huella indeleble en nuestro frágil corazón, y que aún hoy los recordamos por sus actos, por sus palabras de aliento, por sus estimables consejos o por sus memorables clases. Benedetto Croce decía que el estilo hace al hombre. La ética, también, sobre todo si esta se aleja de los tediosos cánones oficiales, cuando no de la aberrante burocracia que ha venido para ahogarnos en el tedio más absoluto.

Tíldenme de decadente –Baudelaire lo consideraba un elogio–, pero, para mí, su recuerdo constituye todo un desafío al tiempo académico que nos toca vivir. Un tiempo cegado por las consabidas concesiones, ya sean política o académicas.

A nuestros maestros

Advertirán que mis palabras están recubiertas de cierta melancolía por la enseñanza que me impartieron los viejos magistri, de los que habla Rabelais en su Gargantúa.

No puedo negarlo. Con toda seguridad, la melancolía define una parte no exigua de nuestras vidas. Si nos paramos a pensar, todos recordamos las vidas de quienes cambiaron el mundo. Todos leemos, con sumo agrado, los libros que no podremos escribir. Pero, sobre todo, nunca olvidamos a aquellos profesores a los que nos hubiera gustado parecernos; a esos docentes que se situaron en la otra orilla de la Historia –de esa Antigüedad tan querida por mí–, no solo para acercarla a nuestras vidas, sino para dialogar con esas voces del pasado.

Esas voces que supieron mostrar que en la cultura clásica no cabe el anacronismo, sino la riqueza de unos textos que siguen poblando de preguntas y respuestas nuestras exiguas mentes, textos que impiden que se pueda decir de nuestros alumnos, como leemos en el memorable verso de Virgilio, ibant osbscuri sola sub nocte per umbram, “iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra”.

De nuestros maestros aprendimos que, para un docente, la cultura y el saber constituyen una pasión, un modus vivendi que se ha vuelto irrenunciable.

No entienden otra forma de ser y de estar. Mezcla de “memoria y deseo” es la vida, dice el verso de Eliot, deseo como estímulo intelectual, memoria para reivindicar la paideia.

Ver no es saber

Esta cuidada educación constituye su seña de identidad, la que han sabido transmitir a generaciones de estudiantes y a un nutrido número de colegas y compañeros, a quienes les hacen ver “que las cosas son de hecho tal como las exponemos en el logos” (Banquete), en esa palabra sin la cual no hay espacio para ese pensamiento que el Sofista platónico definió como “un diálogo del alma consigo misma”. Atrás quedaron sus clases, sus reflexiones y un conocimiento que se me antoja inagotable: “Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas”, recuerda Borges, en feliz expresión.

Todos esos momentos los fui recogiendo a lo largo de los años. Años que me han enseñado que ver no es saber.

El saber requiere de un largo y tortuoso camino, que se ensancha con el esfuerzo y la lectura callada y paciente. Ver no es saber, porque este requiere de un Maestro paciente que espera que un alumno, un discípulo o un colega acudan a él, no para vanagloriarse de un conocimiento por todos sabido, sino para sugerir y orientar.

Ver no es saber, porque se empieza a saber cuándo somos capaces de dar respuestas a las preguntas con las que creamos nuestro presente y con las que proyectamos un futuro que se nos presenta no muy lejano. Esta es una verdad que no la aprendimos paseando por el campo, ni mirando los árboles que repueblan las anchas avenidas, porque estos, como leemos en Fedro “no quieren enseñarme nada; pero sí los hombres de la ciudad”.  Aquellos hombres que se esforzaron para que pudiéramos entender que “conocer es recordar”: recordar a esos docentes que supieron contagiar un entusiasmo intelectual y una vitalidad tan profunda que el surco de su huella impide que nos convirtamos, como leemos en la Odisea, en seres capaces de olvidar a quienes tanto nos han acompañado y tan gratas horas nos han deparado.

El entusiasmo y vitalidad de nuestros maestros han dejado en nosotros el surco de su huella. 

Paideia

El espacio que se otorga a un escritor es siempre escaso. Pero no quisiera concluir sin antes recordar que la preocupación de un Maestro por la formación del ser humano siempre está presente. Es lógico que así sea, porque la cultura y el saber abordan cuestiones esenciales para el desarrollo de la vida.

Así lo advierte el prisionero liberado, quien pronto comprende que la felicidad que proporciona el conocimiento determina un comportamiento ético, un compromiso de ineludible cumplimiento: la luz de la verdad obliga –siempre– a transmitirla (Philía), porque en ella, el pensamiento no se angosta, se dinamiza.

A este quehacer se dirigirá sin mayor demora, y lo hará aun sabiendo que sobre su cabeza sobrevuela un eco no olvidado: la muerte de Sócrates, y con ella una sucesión de inquietantes aporías: ¿para qué pensar?, ¿para qué filosofar?, ¿para qué dialogar? La respuesta se antoja sencilla: para no olvidar que en las palabras, pronunciadas o escritas, se abre un infinito espacio para esa verdad que el hombre anhela encontrar, mal que le pese a los defensores de lo políticamente correcto, de esa maldita cancelación que está corroyendo los cimientos más sólidos de nuestra vieja civilización.

La preocupación de un Maestro por la formación del ser humano siempre está presente. 

A ese saber contribuyó la paideia, una educación que se aleja de la arbitrariedad del poder para formar el alma de quien se acoge a ella. Por esta razón, no nos debe extrañar que la propia cultura griega viera en la formación del ser humano no solo la fuente de la racionalidad y del saber, sino del bien y de la felicidad, un agua viva y convulsa que todo lo abraza y todo lo mueve: la pasión, el placer, el dolor, el amor, el miedo, el silencio, la memoria y el tiempo.

Así lo entendemos, y por esta razón deseamos dejarlo por escrito; no por vanidad ni por mera rebeldía, sino porque seguimos creyendo, con Kant, que la Universidad no es una mala idea. No puede serlo, porque en ella encontré a Maestros que me recordaron, con Nietzsche, que “nadie puede construirte el puente por el que has de caminar sobre la corriente de la vida. Nadie a excepción de ti” (Schopenhauer educador). Maestros que vienen a mi memoria para darme aliento en este tiempo –político y cultural– tan extravagante que nos ha tocado vivir.

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Comentarios
  1. antoni elias fusté dice: 27/09/2022 a las 10:13

    Excelente, emocionante y evocador artículo Maestro Obarrio.
    Enhoraóptima !

  2. Overkill dice: 02/10/2022 a las 19:22

    Digan lo que digan, los pelos del culo abrigan.


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