Reivindicar libertad en la universidad

Con la edad que tengo no me hubiera imaginado escribiendo estas líneas en un blog dedicado a la universidad. Cuando pensaba que mis inquietudes en este ámbito se iban a limitar a reflexionar sobre lo que debemos hacer para tener una universidad mejor, una universidad que ayude a formar personas solidarias, buenos investigadores y magníficos profesionales, resulta que debo volver de nuevo a repensar sobre cuestiones más básicas.

No puede haber una buena universidad, al menos tal como yo concibo el papel de estas instituciones en el siglo XXI, si en ese ámbito se pone en tela de juicio la libertad personal de los universitarios. No existe buena universidad sin libertad. Si no se permite, en particular, la libertad académica y la libertad de expresión.

Puede haber, desde luego, algunas dudas en el ejercicio de esa libertad. Hace ahora un año, el 9 de noviembre de 2015, se había organizado una acampada de protesta en la Universidad de Missouri en Columbia. Tanto estudiantes como profesores habían decidido, por la razón que fuera, establecer un cordón protector que impedía que nadie ajeno a la protesta pudiese acceder al recinto de la veintena de tiendas de campaña establecidas en el campus. Hasta que llegaron dos estudiantes que estaban filmando con su teléfono lo que estaba sucediendo y cruzaron el perímetro vedado. La profesora Click se enzarzó con ambos, tratando de impedir el paso. La película de 12 segundos se convirtió de inmediato en viral en Youtube. La universidad recibió en dos días más de 1.100 páginas de mensajes, a favor y en contra de la acción. La profesora fue despedida. En el fondo de la discusión subyace una pregunta clave:

¿Puede haber en la universidad espacios a salvo del derecho a la libertad? ¿Puede alguien apropiarse de un espacio e impedir el acceso a ese espacio? ¿O prima más bien la legítima libertad de quienes están protestando dentro de un espacio del que se han apropiado?

Al poco tiempo, en otra universidad (Florida Atlantic University) el profesor Tracy era despedido por una cuestión formal. Lo que subyacía, en cambio, era que su negativa a aceptar la masacre de la Escuela Sandy Hook (en 2012 mataron allí a 20 niños y 6 profesores) ponía en aprietos el buen nombre de la universidad. ¿Estaba haciendo un mal uso de la libertad de cátedra? En Illinois, Wheaton College, un college en el que abundan blancos y evangélicos, despedía a la profesora Hawkins: no porque hubiera decidido vestir el hiyab en solidaridad con los musulmanes oprimidos (razón real), sino porque no aceptaba el misterio de la Trinidad (razón oficial). Muchas universidades han acabado en los tribunales por problemas derivados de espacios destinados a manifestaciones, autorizaciones para manifestarse, etc. Podríamos decir que libertad por supuesto, pero con reglas de juego, que es lo que a todos los ciudadanos se les exige también fuera de la universidad. Pero determinadas decisiones pueden servir también para poner trabas a la libertad de expresión: así lo ha entendido parte de la comunidad universitaria, que ha paralizado la propuesta del Consejo Social de CUNY para establecer una normativa sobre el ejercicio de la libertad de expresión.

En ocasiones, el ataque a esa libertad es más sibilino: en los regímenes dictatoriales (en España, en el franquismo), el profesor debía sortear con medias palabras y con juegos malabares la exposición de algunas ideas. A finales del siglo XX en muchos países se ganaron espacios para ejercitar con libertad plena ese derecho a la libertad de expresión. Sin embargo muchos profesores tienen que echar mano de aquellas habilidades casi olvidadas cuando se encuentran ahora de nuevo con problemas generados por grupos que entienden que esa libertad de expresión choca con algunos postulados intocables: un determinado comentario se puede entender como un ataque al feminismo, a una religión, a quienes profesan fe vegetariana, etc. Y se impone la autocensura, como se ha denunciado en más de un medio durante los pasados meses. El cuidado de lo “políticamente correcto” tiene estas consecuencias. Los alumnos de Princeton censuraron al rapero Big Sean a principios  de este curso académico e intentaron boicotearlo. Condolezza Rice, ex secretaria de Estado, fue censurada en Rutgers University por su papel en la guerra de Irak, y Brandeis no pudo conceder un grado honorífico a la activista somalí Ayaan Hirsi Ali, como estaba previsto. Es difícil en todos estos casos trazar la raya que divide la libertad de expresión y la censura. En la católica y privada Depaul University se presentó un buen día Milo Yiannopoulos, un joven activista homosexual, símbolo provocativo de la ultra-ultra derecha, dispuesto a hablar a los estudiantes, pidiendo el voto para Trump. Al cuarto de hora un grupo de estudiantes compuesto en su mayoría por negros invadió el escenario, y aquello se transformó en una manifestación por el campus liderada por el visitante.

La universidad debe ser, por encima de todo, un espacio de libertad si quiere cumplir con su misión.

Es por antonomasia el espacio de la palabra. Si alguien utiliza esa palabra para cometer delito, serán los jueces quienes lo juzguen. Pero asombra que en nombre de no sé bien qué valores, y arrogándose una legitimidad de carácter divino por su misterio, se impida el uso de la palabra a Felipe González y a Juan Luis Cebrián, por mucho que haya estudiantes, con independencia de que sean muchos o pocos, que no concuerden con sus ideas. Asombra que en una sociedad democrática no salgan en tromba todos los partidos a denunciar semejante atropello. Parece que algunos vuelven a reivindicar la censura, pero con censura no puede haber nunca buena universidad. En las recientes elecciones a rector en la Universidad del País Vasco, la única persona que se presentó, Nekane Balluerka, tuvo que lidiar con grupos minoritarios de salvajes que utilizaron la violencia física para impedir que pudiera hablar o reunirse con determinados grupos de universitarios.

Desde luego, reivindicar a estas alturas el respeto por las condiciones básicas que hacen posible la convivencia, la enseñanza, la investigación o la formación de profesionales, está muy por encima de la discusión sobre problemas universitarios más o menos puntuales que, frente a aquellos, serán siempre de segundo orden.

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