Una mirada sobre el devenir de la universidad

John Henry Newman (1801-1890) es uno de los pensadores ingleses más influyentes en el último siglo dentro del ámbito académico y universitario. Fue uno de los iniciadores del conocido como Movimiento de Oxford que en el siglo XIX abogó por el regreso de la Iglesia anglicana a sus raíces católicas. Dentro de ese contexto se encuadra este libro, hasta ahora inédito en español, y que viene a completar sus escritos sobre la universidad recogidos en The Idea of the University y ya comentados por Martínez Rivas. Nos referimos al texto que mantiene, traducido, su título definitivo en la edición inglesa: Auge y progreso de las Universidades.

Resulta admirable el esfuerzo de un genuino intelectual, avezado en las lides de la lógica proposicional y de la argumentación teórica, por buscar la esencia de la universidad no a través de los argumentos, sino de las imágenes y creencias.

En efecto, en el primer libro citado desplegaba su talento especulativo para mostrar cuáles son el fin y la naturaleza de la educación universitaria. En el volumen que nos ocupa, por el contrario, se dirige a una opinión pública que,

“incide especialmente en la imaginación; no convence, impresiona; tiene la fuerza de la autoridad más que de la razón; y el asentimiento no se da mediante una decisión inteligente, sino mediante una sumisión o creencia. Los argumentos son las armas adecuadas para atacar un juicio erróneo, pero para combatir una falsa imaginación debemos utilizar aseveraciones y acciones” (p. 39)

Los cambios de opinión acerca de una realidad tienen más que ver con una visión del mundo que con una idea abstracta. Newman tenía que persuadir, que no convencer, de la idoneidad de crear una nueva universidad católica en Irlanda frente a los más dispares prejuicios que la rechazaban. Nos encontramos, pues, ante un texto que rastrea, a través de la historia, los orígenes del quehacer universitario, la esencia de una institución que a lo largo de los siglos ha afrontado retos sociales, desafíos culturales, decisiones políticas… para mostrar siempre su novedad radical.

 

Volver a las raíces de la universidad en el mundo de las revoluciones

Más allá de la enorme erudición histórica y clásica que despliega el autor en estas páginas, lo que impresiona es la agudeza con la que identifica la esencia del espíritu universitario. Volver a las raíces le permite hablar del posterior auge y progreso de la institución. Sintetiza la esencia de la universidad, en el capítulo segundo como

“un lugar para que se comunique y fluya el conocimiento, mediante la relación entre personas procedentes de un extenso territorio” (p. 43)

Se une así la publicación de este libro a otros títulos recientes (como éste de Jaspers ya recensionado en este blog) que recuperan textos de pensadores que a caballo de los siglos XIX y XX indagaron sobre la esencia del quehacer universitario. La universidad tenía que reencontrase con su esencia en un mundo cambiante como el que emergía de los cambios políticos y sociales provocados por las revoluciones social, política e industrial.

La universidad tampoco puede dejar de buscar su esencia ante la velocidad de los cambios en el último medio siglo y la dimensión de las revoluciones que se suceden ahora casi por décadas.

¿Podemos encontrar luz en este texto siglo y medio después de su redacción? Newman me ha convencido de que sí. Su discurso mostrativo, que no demostrativo, me ha persuadido de que los ejes esenciales que han guiado el surgimiento de las universidades son los mismos que estuvieron presentes en su auge y progreso y, por lo mismo, los que seguirán guiando su desarrollo.

El ejemplo de Atenas y Roma

Las descripciones de cómo en Atenas y en Roma confluyeron muchos de los elementos que definen la esencia universitaria resultan muy esclarecedoras.  La búsqueda desinteresada del saber y de los maestros que lo impartían llevó al nacimiento de la cultura occidental y de la ciencia. Newman tampoco es ingenuo y no se olvida de los abusos del poder político, de los sofistas o de los alumnos interesados en medrar a costa de los demás. Lo interesante de su análisis estriba en deslindar lo que sucede de forma inevitable porque es propio de la condición humana de lo que sucede de forma única y propia en la universidad. Incluso llega a comparar el nacimiento de la universidad con el de las ciudades:

“parece que los mismos tipos de necesidad, social y moral, que dan origen a una metrópoli dan origen también a una universidad; más aún, toda metrópoli es una universidad, por lo que respecta a los rudimentos de una universidad” (p. 85)

¿Qué hace diferente una metrópoli de una universidad? Los dos ejes rectores que, a mi juicio, guían el recorrido del libro trazan la imagen de la esencia de la universidad a lo largo y ancho del espacio y el tiempo: la influencia y el don. La originalidad de esta lectura es la que nos aporta también las analogías necesarias para buscar esa esencia en el desafío presente lanzado, entre otras cosas, por la proliferación de cursos on-line, la inteligencia artificial o la invasión de lo tecnológico y las pantallas. En el mundo de las revoluciones constantes, nada mejor que volver a la raíz para no perder la esencia en el cambio.

 

Los dos ejes centrales de la vida universitaria: influencia y don

Los veinte capítulos del texto se van sucediendo como una colección de cuadros impresionistas. En cada uno de ellos traza el bosquejo de una época o un personaje que encarnan los dos elementos que constituyen la esencia de lo universitario. En el siguiente punto incidiremos en la influencia para detenernos ahora, brevemente, en el don, en la sobreabundancia. Se trata de un principio que va contra la lógica perversa de la conveniencia, del interés.

“Hay dos características que suelen ser constantes en la historia de la ciencia: en primer lugar, sus instrumentos cuentan con una fuerza innata y pueden prescindir de ayuda externa en su trabajo; y en segundo lugar, estos instrumentos deben existir y deben comenzar a actuar antes de que se encuentren las personas que se van a beneficiar de esa acción” (p. 204)

Contra la lógica impuesta por la visión mercantilista de la ciencia y de tecnología, Newman afirma sin rubor que la ciencia en la universidad no responde a la demanda, sino que la demanda surge porque hay un conocimiento que se ofrece.

La gratuidad del don no se refiere a que no haya que pagar o cobrar, ya que nadie vive del aire, sino al convencimiento primero de que la ciencia es un tesoro que merece la pena que sea difundido para satisfacer la necesidad que tienen los hombres de saber.

La pasión del profesor universitario surge, precisamente, porque no puede quedarse el conocimiento para sí, ni ponerlo al servicio de intereses ideológicos o de parte.

“En todos los tiempos ha habido universidades; y en todos los tiempos han florecido por esta profesión de la enseñanza y este deseo de aprender. No han necesitado más que esto para existir. Ha habido una demanda y ha habido una provisión; y la provisión ha existido necesariamente antes que la demanda, aunque no antes que la necesidad” (p. 86)

Relación docente – discente

La reflexión desinteresada sobre la realidad y las razones de su conocimiento marcan la diferencia a la que hemos aludido antes entre la metrópoli y la universidad. Por eso no podemos hablar con propiedad de la universidad de la vida si le damos a la palabra universidad todo su sentido. Claro que donde se dan condiciones externas similares a las de la universidad, donde se concentran personas de diversos lugares, hay arte, conocimiento, tecnología, reglas, convivencia… uno aprende cosas. La diferencia es moral: la metrópoli carece de la relación creativa que mana de la influencia entre docente y discente:

“El principio que la constituye y anima es esta atracción moral de un tipo de personas por otras, la cual es anterior en su naturaleza —y normalmente en su historia— a cualquier otro vínculo; y así, cuando esto no se da, una universidad está viva solo de nombre, pero ha perdido su verdadera esencia” (p. 84)

Todo un examen de conciencia que nos permite calibrar muchas formas actuales de transmisión del conocimiento, plenamente válidas y legítimas, insertas en un complejo sistema de avances científicos y tecnológicos, pero alejadas del verdadero espíritu universitario.

 

Sobre el principio de influencia

El texto de Newman está lleno de imágenes que muestran la fecundidad del que podemos denominar, con toda propiedad, principio de influencia. Es la formación de la persona a través de la transmisión apasionada del conocimiento lo que marca la diferencia esencial. Y lo que nos lleva a dirimir en el momento actual qué es esencial y qué accidental —cuando no incluso un obstáculo—, del sistema universitario.

“La influencia personal del profesor puede prescindir, en cierto modo, del sistema académico, pero que el sistema no puede prescindir en modo alguno de la influencia personal. Con influencia hay vida; sin ella, no la hay. Un sistema académico sin la influencia personal de los profesores sobre los alumnos es un invierno ártico: el resultado será una universidad constreñida por el hielo, petrificada, de hierro fundido, y nada más” (p. 112)

Los sistemas regulatorios como obstáculo para la relación personal

De este modo, encontramos otro elemento para el examen de conciencia: qué pensar de los sistemas regulatorios que asfixian la docencia con burocracias que limitan, cuando no impiden, la relación personal. Precisamente describe la universidad que le tocó vivir —Oxford a mediados del XIX— como un sistema en el que el deber del profesor se medía por el número de actividades que lograba realizar, pero sin relación personal con los alumnos (“se consideraba que cumplía su deber si trotaba como una ardilla en su rueda” afirma un poco más adelante del texto recién citado).

No sabemos qué pensaría de las universidades actuales y de las leyes y regulaciones que, con la excusa de buscar su mayor eficacia, las convierten en sistemas expendedores de títulos dirigidos a satisfacer las demandas del mercado. Newman no era ingenuo, claro. Y confiesa explícitamente que el número de los que buscan el conocimiento de forma desinteresada es mínimo. Pero eso no supone que la consecución de un título habilitante para trabajar en sociedad deba estar separada de la belleza de vivir en la búsqueda de la Verdad que desarrolla las aspiraciones más profundas del ser humano.

 

¿Y tú qué opinas?