Universidad y desarrollo humano: sostenibilidad desde la docencia y la investigación

La protección del medio ambiente, el uso responsable de los recursos o la lucha contra la contaminación se han convertido en ejes transversales de los discursos políticos y de los procesos productivos en los últimos años. “Lo ecológico”, que no es sinónimo de “natural”, aparece en las declaraciones y en los medios, como realidad o aspiración de políticas públicas y de campañas publicitarias ante urgencias climáticas y consecuencias sociales. Y la universidad ha sido, como máximo nivel de educación superior, un foco principal de debate sobre el tema, con estudios y medidas sobre el necesario desarrollo humano sostenible, tanto desde investigaciones pioneras como desde innovaciones docentes.

Campus sostenibles y buenas prácticas, postgrados específicos y tesis doctorales sobre asuntos medioambientales, campañas de sensibilización y programas de concienciación. Numerosas iniciativas que buscan formar y concienciar al alumnado y al conjunto de la sociedad, ayudando a impulsar una generación de ciudadanos y profesionales atentos a los retos globales de impacto local (recogidos, por ejemplo, en la Agenda 2030 y los 17 Objetivos de desarrollo de la ONU).

Pero la universidad debe y tiene que mostrar, también, los posibles errores y limitaciones de los paradigmas actuales sobre el desarrollo humano. Lo que supone, además, reivindicar la secular libertad de expresión, de debate, de polémica en la docencia y en la investigación universitaria. Pensamiento crítico que señale lo obvio: la transformación colectiva hacia un desarrollo verdaderamente sostenible conlleva un gasto económico que hay que asumir, prescindir de muchas de las comodidades de las que disfrutamos, comprender los efectos de nuestro consumo masivo, que los derechos conllevan responsabilidades que en muchas ocasiones olvidamos, volver en ciertos aspectos hacia atrás (como “decrecer”), que hay valores comunitarios y familiares a recuperar (desde tradiciones valiosas a la cooperación solidaria) y, sobre todo, no olvidar la exclusión social o la precariedad laboral aún presente (derivada de estos fenómenos u oculta ante el impacto de los mismos).

La universidad contribuye decisivamente al desarrollo de la comunidad a la que pertenece y a la que sirve. Pero no puede hacerlo, solo o principalmente, desde una formación técnica y prelaboral que parece considerar los problemas medioambientales como externalidades que hay que solucionar, reducir o esconder para seguir manteniendo ciertas (y denunciadas) características del sistema de producción y consumo. Hace falta algo más, y eso pasa por fomentar o recuperar la complementaria formación humanística integral en la oferta de titulaciones, los planes de estudio y las guías docentes.

Las “carreras” técnicas/tecnológicas aportan la innovación (en ingenios e infraestructuras, en soluciones e inventos) imprescindible para el tiempo presente; con ellas resolvemos numerosos de los inconvenientes de nuestra existencia, viviendo en muchas partes del mundo más y mejor, y ampliando sin límite la capacidad de comprar o viajar. Pero esta innovación conlleva, además, consecuencias en el medio ambiente: alteración profunda del entorno natural ante la edificación/construcción, residuos crecientes que superan la capacidad de reciclaje o reutilización, cambio climático con efectos devastadores o despoblación del mundo rural ante la modernidad urbana, Y las “carreras sociales” aportan conocimientos e instrumentos básicos para la transformación personal y colectiva, fundamentales para alcanzar los derechos de ciudadanía pero con efectos indudables en la propia naturaleza (ambiental y humana). Mutaciones, a veces en clave individualista, que provocan efectos en la convivencia que hay que analizar: el reto del envejecimiento y la soledad de muchos mayores, viejas adicciones y nuevas ludopatías, precarización de los derechos laborales ante emergentes formas de producir (flexibles) y consumir (masivas), violencia juvenil y contra la mujer, turismo masivo y gentifricación de centros urbanos, aumento de la desigualdad entre países y dentro de los países,  nuevas migraciones y conflictos identitarios.

Decía Chesterton que “la civilización no es un desarrollo. Es una decisión. Es la gente decidida la que se ha vuelto civilizada; es la gente indecisa, también conocida como escéptica, o los idealistas dubitativos los que han seguido siendo bárbaros”. Es tarea de la universidad impulsar a esa gente decidida, para hacer realidad el desarrollo humano sostenible sin el cual, a nuestro juicio, “lo ecológico” puede quedar como simple etiqueta para vender mucho mejor y comprar sin complejo de culpa. Los alumnos saben mejor que nadie las dificultades diarias de sus familias y barrios, y deben aprender, como competencia básica, la exigencia de responsabilidad; numerosos profesores e investigadores pueden atender a las exigencias del momento recuperando, para ello, autores y experiencias exitosas de nuestro pasado más reciente; las instituciones universitarias han dado ejemplo en amplios campos (como recoge la Comisión Sectorial de la Crue sobre Sostenibilidad), afrontando ahora decisiones de eficacia y eficiencia cruciales; y la sociedad civil tiene que participar activamente en los procesos que le afectan, demandando aquellas materias, titulaciones y recursos que pongan el foco en los problemas medioambientales y sociales que incumben directamente a la vida diaria de los ciudadanos.

Todo tiene un precio, incluso el progreso. La comunidad universitaria debe “decidir”, por tanto, cómo conciliar tradición y modernidad para mantener, y equilibrar, el bienestar alcanzado, ante los retos técnicos y sociales antes señalados. Pero no desde un omnipresente marketing que crea cada día inmediatas necesidades (en la cúspide de Maslow), sino desde la realidad empírica de las experiencias, posibilidades y expectativas de hombres y mujeres que estudian, dan clase, investigan o reciben la transferencia y los avances en la universidad (en términos de recursos materiales, conocimiento aplicado o capital humano).

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Comentarios
  1. JMV dice: 06/10/2019 a las 19:23

    El marketing no crea necesidades, no podría. El marketing engloba técnicas que, entre otras cosas, trata de satisfacer las necesidades existentes de la mejor manera posible. Es decir, trata de guiar el diseño de nuevos productos de forma que se cubran las necesidades de los consumidores lo mejor posible. Si a los mismos les importa el medio ambiente, los productos que lleguen al mercado lo tendrán en cuenta, si no les importa, los productos comercializados no lo consideraran. Es decir, las técnicas de marketing sirven para detectar lo que la sociedad valora, y desarrollar tales productos, también para comunicarlo y facilitar su venta. Pero en general los profesionales de marketing no pueden inventarse las necesidades de la gente, se amoldan a ellas.

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