¿Y si las mejores universidades del mundo no fueran lo bastante buenas?: las universidades europeas (I)

Con frecuencia, los americanos son entusiastas de sus instituciones pero críticos con su funcionamiento. Al pensar en sus universidades, centran la atención en las del estrato superior y consideran que tienen buenos profesores, buenos estudiantes, buenos proyectos, buena enseñanza y buenos contactos urbi et orbi, con la industria y la política local, y con los poderosos de todos los países del mundo. Entienden que, con todos sus posibles defectos, comparativamente hablando, son las mejores del mundo. El balance de sus logros y de sus problemas sin resolver les parece muy positivo. Situados en la cima del mundo, sus dirigentes se preguntan en el momento de buscar a un docente: “¿Cuál es la persona más capacitado en el mundo para enseñar esta materia?” y se responden a sí mismos llenos de optimismo, “¡Busquémosla!”, seguros de que no rehusará su oferta [1]. Pueden lamentar que les falle a veces la enseñanza profesional, que la investigación adolezca de excesos de especialización, que la educación liberal no tenga rumbo o que el clima en algún campus resulte ocasionalmente demasiado conflictivo; pero piensan que todo ello se resolverá con reformas apropiadas para tal fin, pacientes y continuas, y con un manejo inteligente de la complejidad creciente de unas universidades varias de las cuales tienen ya una proyección mundial.

Los europeos, retrasados e indecisos

La lectura complaciente que los norteamericanos hacen de sus universidades se ve corroborada por la de unos europeos que, se supone, son, sin embargo, críticos y exigentes. Si aquéllos se felicitan, éstos les admiran, tal vez les envidian y, lógicamente, les imitan, o desean imitarles en lo que pueden, si es que les llegan a comprender. Lo que no es fácil, por una sencilla razón: porque los europeos que han vivido en las universidades americanas hasta el punto de familiarizarse con ellas, suelen conocerlas bien pero, de vuelta a su patria, o no llegan a ser dirigentes responsables de su educación o si llegan a serlo, primero, están rodeados por gentes que no vivieron en los Estados Unidos, y, segundo, llegan después de haber pasado ellos mismos por un proceso de re-socialización en los modos de funcionar de las universidades europeas; y estas dos causas, complementarias, tienen el efecto de nublar sus recuerdos. El resultado final es que, a la hora de las reformas, los europeos se comprometen en ellas a medias y con cierta confusión, siempre tratando de ajustarse, con lo que ellos creen que es un espíritu realista, a las relaciones de fuerza y los arreglos institucionales del lugar. Esta pauta de reformas a medias se observa con relación al modo de manejar los dineros, los contenidos o las autonomías universitarias; en cada caso, lo que estos reformadores a medias intentan ofrece un testimonio tanto de que desean acercarse a la experiencia americana como de que su deseo carece de los recursos y el impulso precisos para realizarse plenamente.

Querrían los europeos tener más dinero para sus universidades, pero no lo consiguen. No se atreven a subir las tasas académicas, con la justificación de que hacerlo supondría alguna forma de injusticia social. No reparan en que, dado que el acceso universal a la educación superior es una ficción, y que son las clases medias las que tienen más acceso a la universidad, aplicarles tasas de cierta importancia y concentrar las becas en otros grupos sociales podría ser lo más equitativo.

Además, es obvio que la llamada rentabilidad individual de los títulos (lo que mejora los ingresos finales de los individuos con estudios universitarios) es mucho más importante que su rendimiento social (lo que mejora los ingresos medios del país) [2],  razón para que quienes más se benefician, más paguen. Tampoco consiguen dinero con donaciones de los antiguos alumnos, porque es raro que vivir unos años en una universidad europea sea bastante para crear los lazos emocionales y morales precisos para generar profundos sentimientos de lealtad, gratitud e identificación con una institución percibida como un alma mater, de lo que su escasa disposición a donar fondos, más tarde, será un signo elocuente. En cuanto al dinero que proceda del estado o de la economía, ocurre que existe una falta de ímpetu y de horizonte en el espacio público de las sociedades europeas, por lo cual no suele darse entre sus élites políticas, ni económicas, el ánimo o la visión necesarias para que doten de medios a sus universidades, en especial con contratos de investigación, de manera generosa y regular, y a largo plazo.

Querrían tener los europeos una flexibilidad mayor en lo relativo al contenido educativo, que les permitiera ofrecer cursos y asignaturas que estarían orientados a dar lo suficiente como para tener un título que correspondiera a una experiencia universitaria relativamente genérica, adaptable a multitud de usos.

La necesidad de esta oferta es obvia porque, aunque los discursos oficiales y expertos usan y abusan de la justificación de la enseñanza superior como requerida por la economía, dando a entender que esta petición se refiere a saberes específicos, lo cierto es que la economía no suele solicitar tantos saberes profesionales rigurosos.

Llevamos ya muchas décadas en las que los sociólogos de la educación ponen de relieve, una y otra vez, el desajuste entre las demandas precisas de los empleadores y la oferta de titulados superiores, sector a sector, y donde en muchos casos hay una clara, y crónica, sobreproducción de títulos, cosa lógica, dado que el requerimiento principal de enseñanza es una demanda social de títulos entendidos como filtros o credenciales con los que se espera acceder a mejores puestos e ingresos, en general [3]. Para responder a esta demanda social no es preciso hinchar artificialmente determinadas carreras profesionales; sería más sensato canalizar una parte de esa demanda hacia títulos equivalentes a los de los undergraduates americanos. Lo que ocurre es que, para ello, no se necesita obligar a los estudiantes a someterse a los rígidos planes de estudios de una carrera profesional; bastaría con aplicarles las fórmulas educativas generalistas de los colleges, y la cuestión, entonces, sería aplicarlas correctamente. Ahora bien, la estructura más bien rígida de las universidades europeas y de sus procesos de decisión, está dominada por las estrategias de profesores que pretenden mantener sus asignaturas y, en consecuencia, una variante de unos planes de estudio ya existentes en los que esas asignaturas están presentes, en la forma que refleja la relación de fuerzas en el momento de su aprobación; intentan por ello retocarles, añadir asignaturas, alterar su orden o convertir unas en obligatorias y otras en optativas, en medio de batallas interminables y gastando en el empeño una energía desproporcionada, todo para obtener resultados precarios y confusos.

Querrían también los europeos un espacio universitario homogéneo poblado por instituciones con un alto grado de autonomía, entre las cuales los profesores y los estudiantes circularían con gran libertad, indicando de esta forma si las consideran mejores o peores.

Pero parece ser una tarea imposible, o así ha sido hasta ahora, dotarles de autonomía para casi nada realmente importante y preciso: para seleccionar sus profesores y sus estudiantes, para decidir el contenido de sus enseñanzas, para diseñar sus estrategias financieras, para dejar a su arbitrio su modo de gobierno y, una vez hecho todo esto, dejarles que libremente triunfen o fracasen, sobrevivan o desaparezcan. Simplemente, una autonomía de estas características les parece impensable. También son reacios a que se dé una estructura de reputaciones que resulte del cruce de los actos de libertad de las universidades y los universitarios; suelen preferir, en cambio, la aplicación de baremos por parte de agencias evaluadoras que otorguen, así, títulos de excelencia. El resultado final es una cierta “aproximación lejana”, si se me permite la expresión, al modelo americano. Se entiende que quieren aproximarse, pero que les cuesta mucho decidirse a ello y dar los pasos necesarios.  Ello sugiere una situación en la cual el sistema europeo, estimándose inferior aspira a mejorar, mediante la adopción de rasgos de un modelo que al tiempo admira y rechaza; con lo que lo más probable es que consiga no acercarse mucho, y en todo caso, no acercarse pronto.

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[1] Rosovsky (1990), Bartley III (1990).
[2] Lange (1998).
[3] OECD (1998), Tooley y Seville (1997), Lange (1998).

*Fuente: esta anotación está extraída del libro de Víctor Pérez-Díaz, Universidad, ciudadanos y nómadas. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2010.

 

Comentarios
  1. Julián J. Narbón dice: 29/01/2016 a las 09:38

    Creo que ya es hora de ser valientes y manifestar lo que está escrito más arriba. Se debería transmitir hacia los órganos decisorios para que se pudiese actuar de verdad y no basarse en los indicios, que habitualmente no manifiestan la realidad.
    Enhorabuena


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