¿»Bolonia» era esto?

Quien esto escribe es un profesor que va a iniciar uno de los últimos cursos (pocos, seis) que le quedan de docencia universitaria hasta alcanzar el momento de la jubilación forzosa. Quiere decirse que, por edad, son varios los planes de estudio que ha conocido desde su primer contrato en octubre de 1974. Alguna experiencia docente tiene, por lo tanto, y las valoraciones que pueda realizar podrán estar equivocadas, pero al menos estarán avaladas por razones múltiples, lo que asegurará que en una parte de lo dicho se está en lo cierto.

Mientras repaso papeles, sentencias, normas (¡qué alivio: un año, prácticamente, sin aportaciones parlamentarias o del ejecutivo!) y pongo al día power points, reparo en la circunstancia de que desde hace unos años es “Bolonia” –genéricamente- quien rige mis ocupaciones docentes y preside también otras de las tareas que se deben realizar. Me acuerdo, por tanto,  de cuando esperanzado traduje en 2000 la Declaración de Bolonia del año anterior para una revista profesional y escribí también algunos comentarios, con el ánimo ilusionado, sobre lo que iba a ocurrir en la Universidad europea.

¿Cómo no iba a ser así si Bolonia proponía una revitalización de la Universidad europea –en su conjunto- con el objetivo de mejorar su calidad educativa y conseguir (ello es expreso en la Declaración y para mí su verdadera razón de ser, lo que la explica) una eficiente competitividad con las Universidades norteamericanas y asiáticas punteras?. Y para ello se proponían cambios curriculares, una nueva división de la estructura del sistema educativo universitario basada en tres ciclos, la utilización de las nuevas tecnologías, la evaluación continua del alumnado, el incremento de la financiación…Todo ello, además, para conseguir una fácil homologación entre los sistemas educativos europeos (atención, no solo de la Unión Europea), lo que en tiempos en los que el impulso europeísta era limpio y solo unos años después fue hasta impetuoso, era necesariamente bien venido.

El resultado final en los estudios de Derecho (no quiero trascender a otros estudios, pues mi experiencia es necesariamente limitada) ha sido una reducción notabilísima de los contenidos de los programas de las asignaturas del Grado en relación a los anteriores de Licenciatura, congruente con la transformación de muchas asignaturas anuales en cuatrimestrales y la orientación general, que ya existía en los documentos fundacionales, de reducción de la duración de este primer nivel educativo universitario.

Pero la clave para que esto pudiera ser aceptado era la gran novedad: el posgrado. Un posgrado de calidad, especializado, preparador para la futura vida profesional. Pues bien, los posgrados de ese tipo son rara avis y limitados a muy concretas Facultades (la concentración en unas pocas Universidades de la enseñanza universitaria de posgrado es una consecuencia de Bolonia sobre la que debería repararse), con precios prohibitivos muchos de ellos y contentándose el resto de Facultades con el mantenimiento (prácticamente obligado) del máster de acceso a la Abogacía que no tiene nada que ver con una docencia especializada, tampoco prepara para la investigación ni produce ni producirá un aumento del conocimiento. En general puede advertirse un fracaso del posgrado (alguien dirá que este nivel de la enseñanza todavía se está construyendo, por lo que los juicios no deben ser definitivos) y las tendencias (muy fuertes y que cuentan a favor con las puertas abiertas que deja un Real Decreto de 2015) a rebajar el Grado de manera general a tres cursos permiten, extrapolando lo anterior, ponerse literalmente a temblar.

Y en el Doctorado se ha introducido sin límites una burocracia inmisericorde, que olvida lo esencial para centrarse en múltiples documentos que doctorando, tutor o director deben realizar.

Esto solo tiene el consuelo –cuando lo tiene- de que los órganos “descentralizados” del doctorado apliquen con relajo (o no apliquen) las normas y dejen el campo libre y abierto, exclusivamente, para la investigación. Que es de lo que se trata en el superior nivel de enseñanza universitaria, ahora, en el pasado y en el futuro.

En lógica consecuencia con lo que se viene diciendo han declinado (no hay mercado) los manuales de los maestros, siendo sustituidos o complementados por manualillos, cuadernos de apuntes o folletos, minúsculos, mal escritos muchos de ellos, sin la más mínima idea innovadora y algunos, además, con errores de bulto; alguna excepción, no obstante, puede señalarse en determinadas áreas de conocimiento. Afortunadamente no son demasiados los alumnos que adquieren libros (fórmate tu propia biblioteca, decíamos antes; es un consejo que me lo pienso dos veces antes de darlo ahora, aunque acabo por ofrecerlo pero con recomendaciones personales) y eso que se ahorran (económicamente y de desgaste intelectual).

Los exámenes han evolucionado mayoritariamente al tipo test. Desde luego han desaparecido los orales, y son raros los profesores que mantienen (mantenemos) la necesidad de desarrollar con tiempo, sin excesivas apreturas, algunas preguntas para superar las pruebas. Por supuesto hay una limitación horaria estricta para el desarrollo de cualquier examen; probablemente porque pasar más de dos horas en un aula desarrollando un caso práctico y alguna pregunta teórica, es contrario a algún derecho humano, tendré que comprobarlo. Y estamos hablando de Derecho, donde el futuro profesional de lo jurídico ha de manejar el razonamiento por principio y algunos, además, las virtudes de la oratoria, de la explicación pública y en voz alta. Que tendrán que atenerse a los ritmos judiciales, de la práctica en general del derecho, que no contempla esas limitaciones temporales.

El profesor que suspende por encima de una cierta cifra es mal mirado y, a veces, hasta investigado. En algunas ocasiones el defecto puede ser suyo, no lo dudo y, además, tengo pruebas evidentes de que ello ha sido y es así y debe castigarse (o corregirse, el verbo me da igual) el sadismo ¿intelectual?, pero en otros (la mayoría) el suspenso es la consecuencia lógica de una falta de capacidad estimulada hasta qué niveles por un sistema que, en general, no prima y ni siquiera valora el esfuerzo personal. (Y aquí no estoy pensando ni en la enseñanza universitaria ni tampoco en la no universitaria; éste es uno de los problemas más graves que tiene el país y que no suele aparecer en los manifiestos y/o pactos políticos).

Por otro lado, la burocracia más ramplona invade todo. Lo que cuenta no es, como regla general, la calidad de la investigación ni de la docencia, sino el adecuado cumplimiento de lo que los formularios ad hoc indican, que no quede ningún flanco abierto por el que los “inspectores” puedan encontrar algún fallo. Cúmplase en lo formal, y lo demás a quién le importa.

Estoy convencido de que Bolonia no era esto. Que como en tantas cosas sucede, aquí también se ha cumplido el axioma de que el ser humano es capaz de hacer malas (o peores) las mejores ideas que también salen de él; que no es cierto que la Universidad europea compita ahora (a casi veinte años de Bolonia) en mejores condiciones con las Universidades americanas y asiáticas de referencia (en mi experiencia diría que, justamente, se ha producido lo contrario y, además, perdemos a pasos agigantados las mejores posibilidades de relación con Latinoamérica). Que la homologación en los estudios se ha producido –esto era previsible y no debe sorprender- hacia abajo. Que ofrecemos una formación a los estudiantes (de Derecho) notablemente inferior en calidad y en cantidad a la que hace unos años se podía adquirir (si el estudiante lo quería) y a precios mucho más baratos. Y, sobre todo, que la preparación para las exigencias de la vida profesional, es muy manifiestamente mejorable.

¿Cuándo habrá una valoración exacta –científica- de lo que realmente ha sido Bolonia? Y, por favor, que ello no se base en la mejora del índice de repetición de asignaturas o cursos, del número de egresados o de las tesis doctorales leídas, porque eso, como dentro del alma mater bien sabemos, es jugar con las cartas marcadas. Y hay demasiados tahúres en la calle como para que también debamos admitirlos en los edificios universitarios, aunque es evidente que algunos están entre nosotros y disfrutan sobremanera con este resultado (funesto) y hasta piensan que es lo correcto; lo que hay que hacer. Son bolonios convencidos.

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Comentarios
  1. Pello Salaburu dice: 19/09/2016 a las 11:13

    Por supuesto, Bolonia no era eso. Había. sí, algo de eso, pero era otra cosa. Comparto casi todo lo que dice mi amigo Antonio. La responsabilidad sobre la universidad española recae sobre todo en sus últimos responsables, que son quienes la diseñan: ministerio y aledaños. Los rectores, absolutamente paralizados ante lo que está cayendo, incapaces de plantarse de una vez, se limitan a cumplir la maraña de reglas que emanan del ministerio. Como parece que no son suficientes, añaden por su cuenta unas cuantas normas más, apoyados tanto en supuestos especialistas que aconsejan cómo se debe enseñar a profesores como Antonio, como en unos servicios informáticos eficaces empeñados en complicar demasiadas veces lo que es simple. La burocracia se autoalimenta sin piedad y requiere cada vez más medios para poder cumplir de forma eficaz una normativa que devora poco a poco a la universidad: la norma inicial requiere un funcionario que la desarrolle, otro que vigile que se cumpla, otro que haga una evaluación cuyos resultados serán discutidos en una comisión que concluirá, de modo indefectible, que hay que revisar la norma, con lo cual volvemos a empezar. Es un ciclo que no acaba nunca y que en cada paso requiere el concurso de más personas.
    Comparto con Antonio la necesidad de revisar la aplicación chapucera que de Bolonia se ha hecho en España. Pero me temo que cuando el tema se plantee y alguien tome esa decisión, acabaremos en lo mismo: rellenando formularios. Hay otros sistemas más eficaces y más baratos, pero en la cultura que predomina en nuestro sistema universitario es inevitable que suceda algo distinto a rellenar formularios aburridos. Somos incapaces de afrontar los problemas de frente y asumiendo responsabilidades. Es mucho más cómodo rellenar casillas, aunque sirva de bien poco. Ánimo, Antonio, no todo está perdido. Habrá gente como tú que todavía tiene un poco de sentido común.

  2. Francisco Villa dice: 20/09/2016 a las 11:11

    Desde luego. Bolonia nace como un proyecto lleno de pretensiones y ganas de mejora. Sin embargo, la realidad es que las innovaciones y mejoras que traía consigo han acabado soterradas entre los escombros de las paredes burocráticas del anterior modelo. Mi pregunta es, y la elevo a los expertos de este foro, ¿ocurre lo mismo -o algo parecido- en otras universidades europeas?

  3. Pello Salaburu dice: 20/09/2016 a las 14:49

    Somos unos campeones. Nada de esto, ni algo remotamente parecido, sucede en ninguna parte. ¿Se imagina alguien a la Universidad de Cambridge rellenando papeles sobre competencias del modo obsesivo que se ha inventado aquí el personal? ¿Rellenando esos formularios eternos — de hecho, nadie sabe dónde empiezan y dónde terminan– en donde por aquello de la eficacia informática hay que repetir varias veces las mismas cosas para engordar un poco la aplicación? Unos campeones.


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