Universidad y empresa. ¿Dos mundos?

Vamos a fijarnos en ese profesor, con diez años de experiencia: varias horas de clase a la semana, que le requieren horas de preparación; prácticas con estudiantes; atención en tutorías; corrección de decenas de trabajos, por aquello de la evaluación continua; dirección de proyectos de fin de grado o máster; además, le esperan reuniones variadas sobre las cuestiones más insospechadas y tiene que mendigar por escrito permisos para ausentarse de su centro si quiere ir a la ciudad vecina a dar una conferencia o un seminario. Por supuesto, una carrera académica “normal” le exigirá rellenar papeles y formularios para acceder a las convocatorias de investigación y buscarse luego algún compañero que le repase un poco, por favor, ese inglés doliente de un artículo que solo será considerado para su lectura inicial por alguna revista que figure en las listas oficiales si cumple aquel requisito previo. Publicar en inglés: un ejemplo de esa violencia lingüística a la que se suele referir el profesor Moreno Cabrera.

Fijémonos ahora en una empresa del montón: el 94,6% de las empresas españolas tienen de media dos empleados. Si contamos las grandes, la media sube un poco: ya hablamos de 4,7 empleados según datos de 2014. Ese bar de la esquina, aquel restaurante  de la plaza, el comercio de la avenida… esas son las empresas españolas. Son empresas jóvenes, además: no llegan al 15% las que tienen más de 20 años. Las grandes son, por el contrario, empresas de enorme complejidad: el grupo ACS, con 83.750 empleados; El Corte Inglés, con 81.000; Mercadona, con 76.000, etc. Por si fuera poco, hay empresas “españolas” que tienen la mayoría de sus empleados en el extranjero: solo 25.000 de los 200.000 empleados del Santander trabajan en España (ver aquí). Por cierto, desde esta perspectiva, la mayoría de las universidades españolas son empresas grandes.

Sin embargo, aun cuando la realidad de nuestras empresas es tan poco homogénea, en la universidad asistimos sin cesar a un discurso de doble vertiente que nos hacen llegar los agentes sociales: la universidad tiene que formar profesionales que se integren en el mercado de trabajo, y debe realizar por encima de todo investigación aplicada. ¿Por qué? Porque la formación actual no es muy eficiente y porque de poco sirve publicar artículos especializados en revistas si luego no repercuten en productos prácticos. Aunque soy consciente de que generalizo demasiado, no creo hallarme muy lejos de lo que piensa mucha gente.

Estoy seguro de que los universitarios estaríamos encantados de suscribir también esas afirmaciones siempre que se nos asegurase el cumplimiento de dos condiciones que no dependen de la universidad. La primera condición es obvia: la “empresa”, si es que se puede hablar así, nos debería decir cuáles son sus necesidades en septiembre de 2024, cuál es exactamente el perfil de los profesionales que busca en esa fecha. La universidad estaría así en condiciones de planificar su formación con suficiente tiempo: diseñar un plan de estudios acorde a esas peticiones que debe ser aprobado por otras instancias superiores, los estudiantes necesitarían después cuatro años de estudios, etc. Nos ponemos en siete años. Eso suponiendo, claro está, que la foto empresarial de hoy no sea muy diferente de la de 2024, porque si no es así se debería volver a reformular todo y se requerirían otros siete años. Algo que no resulta nada extraño: en los últimos siete años se han creado millón y medio de empresas, y han desaparecido otras muchas. Se trata de una condición que nadie está dispuesta a asumir, claro, porque nadie, ni empresarios ni universidad, es capaz de adivinar qué va a pasar de aquí a siete años, de aquí a ocho, etc. Por tanto, resulta cuando menos injusto que se le pida a la universidad que actúe de adivino.

Es curioso, porque el empresariado, la sociedad, ha reclamado su presencia en las universidad, y de hecho la puede ejercer a través de los Consejos Sociales. Y digo que es curioso, porque eso se plantea siempre en una dirección (el empresario en el Consejo Social, no el universitario en los consejos de administración de las empresas). Que nadie piense que razono en términos endogámicos: siempre he sido decidido partidario de la intervención externa en la universidad, empezando por el nombramiento del rector. Así lo he mantenido en público desde hace años. Pero agradecería que esa intervención externa no se limitase solo a ejercer competencias, sino también a asumir las responsabilidades que se derivan del ejercicio de esas competencias, algo que, mucho me temo, no sucede hoy.

La segunda condición se refiere a la investigación. Existe en la mente de algunos una línea ideal de actuación en este ámbito: fijemos unas líneas de investigación prioritarias que acaben en el diseño de productos prácticos que además se fabriquen y puedan ser vendidos al mejor postor. Es la investigación “aplicada” de la que hablan algunos, frente a la investigación “básica”, de cuya rentabilidad mucha gente, incluidos políticos en época de crisis, manifiesta dudas razonables. Quien fuera presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, afirmaba en 2009 lo siguiente: “Reducir dinero a investigación básica y aumentar la aplicada es una decisión acertada y necesaria, sobre todo, porque el dinero de estos Presupuestos Generales del Estado no procede de excedentes, sino de deuda; cuando el superávit adorna un presupuesto, parece entendible y disculpable que los gobernantes se permitan ciertas alegrías que reconfortan al que gobierna y al destinatario de la gracia” (ver aquí, y la respuesta de Bernardo Herradón, aquí). Sin cortarse un pelo.  De modo que la investigación básica es una alegría que nos permitimos los universitarios. Einstein, Watson o Crick, por citar a gente que suena, eran unos payasos que se permitían ciertas alegrías. Resulta asombrosa la ignorancia de la que se hace gala sin rubor alguno.

No: esa cadena de planificar-investigar-fabricar producto-aplicarlo-comercializarlo… no existe más que de forma excepcional. La realidad es un poco más complicada, y muchos grandes inventos actuales (citemos como ejemplo ese aparatito tan práctico que todos tenemos en la cocina, el microondas) son el resultado de descubrimientos no buscados cuando el investigador estaba enfrascado en la resolución de problemas teóricos de otra naturaleza. Ojalá fuese tan sencillo, porque aliviaría muchas penas, aunque es más que posible que disiparía cuestionamientos sobre lo desconocido que han dado lugar a enormes avances sociales.

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Comentarios
  1. Francisco Miguel Martínez Verdú dice: 06/10/2017 a las 11:11

    Hola de nuevo,

    el contexto es todavía más complejo entre Universidad y Empresa, y más como apuntas, la Universidad parece una gran empresa, pero NO funciona como tal, como por ejemplo, desaprovechando bien sus RRHH y talentos para diversificar roles, y no agruparlos todo en el PDI. Así, cobramos como PDI por nuestras tareas tangibles, sobre todo la docencia, pero casi nada por el emprendimiento realizado cuando uno realiza transferencia tecnológica por media Europa, o medio mundo. Como ya se refirió Unamuno, con el «que inventen ellos», ahora se estila implícitamente: «a ver si consigo mi plaza fija, y a …, que son dos días, con lo que me ha costado llegar hasta aquí». Y el retorno a la Universidad que ha confiado en mí, solamente lo devolveré con mis clases, y muy poco más …. Nada de salirse de una zona de confort para progresar profesionalmente, para motivarse (ver círculo motivación de Fuster), etc.

    Por tanto, cuando no hay apuesta decidida por la cultura por el emprendimiento, liderazgo vertical, talento integral, etc., no se puede aspirar a competir como Universidad = Empresa en el mundo globalizado que tenemos, y que seguirá forzando la competitividad cada vez entre Universidades, tanto a nivel europeo como internacional. ¡Al tiempo!

    Mientras tanto, aquí en España, pues a mirarnos el ombligo, y conformarnos con lo que hay: http://www.cosce.org/la-cosce-presenta-el-analisis-de-los-recursos-destinados-a-idi-en-los-presupuestos-generales-del-estado-aprobados-para-el-ano-2017/ .

    Un enfoque o una estrategia que parece antifrágil (Taleb), pero que no lo es a largo plazo cuando todo está ya interconectado a nivel mundial. Así que, en vez de elegir «perder» entre «más perder», deberíamos reflexionar sobre cómo dar un giro o punto de inflexión para las generaciones venideras en nuestro país.

  2. Antonio Ruiz de Elvira dice: 07/10/2017 a las 13:05

    Muy bueno, y totalmente correcto. Me ha gustado esto de que »la empresa» debe estar en los Consejos Sociales de las Universidades, pero no a la inversa. Y lo de Ibarra no tiene desperdicio. Que yo sepa ni un solo descubrimiento »practico» se ha conseguido buscándolo. Esto lo llaman los anglosajones »serendipity». Enhorabiuena!

  3. José Vidal dice: 08/10/2017 a las 21:03

    La universidad no es una agencia de colocación, y no es su función básica la formación de trabajadores, aunque indirectamente juegue un papel relevante en ello. Su objetivo es la creación y preservación de conocimiento, así como su difusión en la sociedad, un concepto bastante más elevado. Pero ello no es óbice para que la universidad use su potencial en las actividades de innovación. Afortunadamente, la ley proporciona vías para ello, ampliamente utilizadas, como los famosos artículos 83 y más recientemente los mecanismos de la ley de ciencia. Las poli técnicas usan intensamente estos mecanismos, y muchas otras facultades están asociadas a viveros empresariales.
    No hay un conflicto real entre investigación básica, orientada o aplicada, todas ellas pueden coexistir, tal y como vemos a diario. Y si, la innovación es gestionable: innovation management es una rama dentro del área de administración de empresas.


¿Y tú qué opinas?