¿Y si las mejores universidades del mundo no fueran lo bastante buenas?: las universidades americanas (II)

Ahora bien, con todo lo dicho ayer aquí, con aquella autocomplacencia de los unos y con esta admiración un poco atormentada de los otros, si queda claro que la realidad americana es seguramente mejor que la europea, queda por ver si es lo bastante buena. En realidad, objeciones de diverso interés, algunas importantes, pueden dirigirse a su enseñanza y a su investigación. Que la enseñanza sea de una calidad desigual es lógico dada su masificación. Ésta ha traído consigo la inflación de las calificaciones: el grado modal de un undergraduate era una C, un aprobado justo, en los años cincuenta, y una B, un notable, en los ochenta, y también ha traído cierto desorden o inercia en el modo de funcionar que se expresa en el retraso de los estudios, en la depreciación de títulos y en la disminución de la intensidad de la vinculación de muchos estudiantes a sus universidades, lo que se refleja en la tendencia de muchos a moverse de una universidad a otra [1].

Por lo que se refiere a la investigación, crucial en las universidades de mayor prestigio, la reserva principal se refiere a la fragmentación de los campos de investigación o a su excesiva especialización [2]. De un lado, se trata de un desarrollo lógico y en cierto modo inevitable; de otro, plantea varios problemas importantes cuya solución es ardua y requiere constante atención. Los diversos campos pueden intentar protegerse mediante barreras invisibles que impedirían el acceso, y la crítica, de otros especialistas de otras disciplinas, con la consiguiente distorsión de los mecanismos de evaluación. Y la obsesión por publicar a toda costa y cuanto antes, llevaría a un exceso de publicaciones, tal vez reiterativas y triviales: una inflación que, a su vez, reduciría su valor.

Las objeciones anteriores a la enseñanza y a la investigación de las mejores universidades americanas pueden dar lugar a diversos ajustes, pero lo más importante es que, en el fondo, apuntan tentativamente en otra dirección y hacia una cuestión de más difícil solución, porque se refieren a la unidad y a la coherencia de la experiencia universitaria como tal.

En efecto, lo que parece echarse en falta en la enseñanza es un núcleo educativo básico que, más allá de proporcionar a los estudiantes  unas capacidades para concentrar la atención, expresarse con orden y claridad y usar unos métodos y técnicas de investigación, dé sentido y una orientación unitaria a las disciplinas académicas.

De la misma forma, lo que parece echarse de menos en la investigación y el debate intelectual es o bien un núcleo de creencias y discursos de justificación compartidos, que coloque en orden y en perspectiva los diversos campos de investigación y favorezca la comunicación entre todos ellos; o bien, si lo primero ya no es posible, al menos un espacio de debate y desacuerdo entre diversos creencias y discursos de justificación, pero construido de tal forma que permita la crítica sensata y, a la larga, una evolución de acuerdo con ciertos criterios de razonabilidad [3].

Es difícil, sin embargo, que la universidad americana de hoy pueda llegar a dar la educación en profundidad que requiere bien alcanzar un consenso moral bien incorporar un debate ético en profundidad, porque una cosa y otra implican un tipo de formación que va más allá de su carácter formal (por ejemplo, del desarrollo de la capacidad de expresión o de la concentración de la atención) e incluye la sustancia de un argumento y una vida moral con contenidos. La sensación dominante es que se ha ido pasando gradualmente, a lo largo de mucho tiempo, de lo que fuera un espíritu cristiano y humanista teñido del talante protestante, a través de un pluralismo, hacia un estado de suspensión de creencias [4]. Claro es que, en esas condiciones, lo que hace la universidad es, de facto, refugiarse en terrenos relativamente periféricos de la educación moral. Uno consiste en una miscelánea de prácticas prudentes con el objeto de evitar o minimizar los conflictos internos, relacionados con la coexistencia entre gentes con ideologías o sensibilidades distintas, o con el manejo de la sexualidad en las aulas o alrededor de ellas, por ejemplo; todo lo cual incluye el recurso a medidas disciplinares internas, consejos psicológicos, tribunales de justicia, uso de las fuerzas de seguridad, ceremonias y exhortaciones. Otro es la oferta de cursos de debate moral sobre materias relacionadas con el ejercicio de la profesión, acompañando o preparando el camino para las reglas que la profesión está obligada a imponerse en sus tratos con sus clientes y en sus tratos internos.

Pero al refugiarse en estos terrenos, por lo demás interesantes, lo que hace la universidad es desvelar su carácter superfluo como alma mater, tierra nutricia que debería proporcionar la sustancia moral a la vida de sus estudiantes, y, probablemente, de sus profesores. La realidad es que esa sustancia moral viene de antes y de fuera de la universidad. En Estados Unidos procede, seguramente, de las familias, las asociaciones voluntarias, las iglesias y las comunidades locales y, quizá en parte, de la propia escuela secundaria; de ahí proviene la mezcla básica de sentido común y de decencia (es decir, de sentido de lo común, de los otros) que ha vertebrado y sigue vertebrando lo fundamental del país, con el contrapunto de las intimaciones morales que puedan desprenderse de la influencia compleja y volátil de los mercados, la calle, los medios de comunicación, la industria de la cultura, la clase política y otras instancias similares.

Es posiblemente con el fondo de esa moral básica con lo que llegan muchos de los estudiantes a la universidad, y esto es que les hace ser personas abiertas y atentas a las reglas de juego universitario, con su mezcla de cooperación y de competición, de aspiración a la excelencia y de reconocimiento de una igualdad básica.

Corresponden estas reglas a una narrativa que la sociedad porta consigo y se cuenta a sí misma: una narrativa ingenua y profunda de la sociedad americana, procurando lo mejor sobre el supuesto de una intuición de lo que es el bien que no le aleja de sus orígenes como sociedad. De ella, y de la disposición correspondiente, es de lo que la universidad, creyéndose orientada hacia el futuro y hacia el exterior, se nutre sin apenas reconocerlo, y a veces sin saberlo.

Dicha narrativa subyace en la disposición abierta de los estudiantes a cuestionarlo todo; que era justamente lo que más llamaba la atención de un inmigrante europeo en torno a la Segunda Guerra Mundial, observador cuidadoso de las costumbres de los medios universitarios a ambos lados del Atlántico, como era Eric Voegelin [5], quien admiraba en ellos una actitud ávida de vida, que sugería una disposición a un comenzar y un volver a comenzar permanentes. Pero quizá lo más impresionante de la apertura al mundo implícita en la actitud de preguntar es lo que supone de un alto grado de autoconfianza y de confianza en los demás, difícil de encontrar en otros muchos lares.

Cosa muy distinta, sin embargo, de la disposición a preguntar es la capacidad de las universidades para dar una respuesta proporcionada a la pregunta. La gran ambición no es suficiente, ni lo son los recursos, ni la admiración o la envidia del resto del mundo. Hace falta también sabiduría, y una capacidad para integrar las diferencias que no sería sino volver a la definición originaria de la universidad como unidad de lo diverso. Y claro es que quien dice sabiduría dice humildad; humildad, entre otras cosas , para atender y entender la sociedad de cuya vida moral se nutre, y las sociedades del resto del mundo y del pasado, no como proyecciones de la propia experiencia sino como variaciones de una experiencia humana común.

__________________

 [1] En 1998, sólo el 27% de los estudiantes de los colleges públicos (y el 50% de los privados) terminó sus estudios en el tiempo previsto. Sobre la inflación de las calificaciones, ver Lucas (1994); sobre el paso de undergraduates por varios colleges, ver Zernike (2006).
[2] Sommer (1994), Bartley III (1990), Lucas (1994).
[3] MacIntyre (1990); una variedad de esta crítica puede verse en la polémica sobre el multiculturalismo (ver Marriott [1992], D’Souza [1991]).
[4] Marsden (1994).
[5] Voegelin (1989).

 

*Fuente: esta anotación está extraída del libro de Víctor Pérez-Díaz, Universidad, ciudadanos y nómadas. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2010.

 

¿Y tú qué opinas?