Buscar y transmitir la verdad
Los pilares de la universidad: buscar y transmitir la verdad
Como hemos indicado en algún que otro escrito, educar de nuevo la mirada y los sentidos para adquirir un saber que trasciende a las modas no es tarea fácil, máxime en los tiempos que corren. Tampoco lo es luchar contra la uniformidad. Lo más cómodo es asumir el eslogan o la ausencia de una verdad capaz de poner contra las cuerdas a la cultura woke (¿cultura?), una visión de la vida que ha impuesto una nueva forma de pensar y de ser, y con ella, un tipo de hombre uniforme y gregario.
Romano Guardini sale a nuestro encuentro. Adelantándose a los tiempos, supo ver que “Al final tenemos ante nosotros al hombre de la masa, y además en la peor de sus versiones: la de la masa entregada”. Quien así piensa es capaz de escribir:
“Yo tengo que aprender a hacer, no algo diferente, sino lo que debo hacer; a pensar no algo diferente, sino la verdad. […] No es nada fácil, ni resulta cómodo. Significa buscar el centro de uno mismo y desde él salir al encuentro del mundo, mantenerse fiel a uno mismo, aguantar las contradicciones. Todo esto cuesta trabajo y exige ánimo” (Ética. Lecciones).
Fundamentos éticos y profesionales de la tarea universitaria
¿Qué nos está queriendo decir el teólogo alemán? Una realidad tan evidente como a menudo olvidada: sin una estricta ética personal y profesional, la vida carece de la lógica necesaria para buscar esa verdad que se pierde cuando se relativiza su contenido. Nada que los universitarios no vivamos cada día en nuestras aulas o en nuestros correspondientes departamentos.
En contra del vacío: Allan Bloom
En idéntico sentido se manifiesta Bloom en su obra El cierre de la mente moderna, cuando reconoce que la sociedad actual sufre de esa conciencia volátil, de ese errar del ‘aquí y ahora’, una deriva que le lleva a “vivir contra la verdad” (Marías):
“Hay una cosa de la que un profesor puede estar absolutamente seguro: casi todos los estudiantes que ingresan a la Universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa […] El hecho de que alguien considere que esa proposición no es evidente por sí misma, les asombra tanto como si estuviese poniendo en tela de juicio que dos más dos es igual a cuatro”.
Esta confusión conceptual le hace ver que “No es la inmoralidad del relativismo lo que yo encuentro terrible. Lo asombroso y degradante es el dogmatismo con que aceptamos ese relativismo y nuestra desenfadada falta de preocupación por lo que significa en nuestras vidas”, la estandarización y la vulgarización, una siniestra tentación a la que se entrega la sociedad del “pensamiento débil”; un pensamiento que nos conduce a un saber estanco y fragmentario, que no es otro que el “reflejo de un conflicto en las cumbres del saber”, de “la crisis misma de nuestra civilización”.
Allan Bloom se interroga acerca de la desenfadada falta de preocupación con la que aceptamos el relativismo en nuestras vidas.
La universidad versus la incertidumbre
En este indescifrable laberinto en el que nos hallamos, contemplamos, no sin pesar, cómo la desconfianza, cuando no el repudio, hacia la idea de una verdad objetiva se ha convertido en el leitmotiv de la cultura contemporánea, de una cultura que se apoya en el denominado pensamiento débil para desprestigiar toda pretensión de validez universal.
De esta forma, el relativismo se ha erigido en el nuevo paradigma social y académico, hasta el punto de que la desasosegante máxima “todo es relativo” se ha convertido, en la mayoría de las universidades, en la única verdad, en la única norma, en el único dogma, en una férrea ortodoxia capaz de convertir a la Universidad, no en “templo sagrado del ciudadano”, que diría Saint-Just, sino en una escuela o un escenario para que transite la incertidumbre. El resultado: dos mil quinientos años desde la Ética Nicomaquea en riesgo de ser convertidos en ceniza.
Afortunadamente no somos islas errantes. El filósofo Marcello Pera reconoce que en el actual clima cultural en el que vivimos, “lo verdadero ya no existe, el anuncio de lo verdadero se considera fundamentalismo, y hasta la misma afirmación de lo verdadero produce miedo o suscita recelo”.
Y el miedo surge cuando el poder –en cualquiera de sus variantes– oficializa lo cierto y lo incierto, lo que se debe estudiar y lo que se tiene que omitir.
La «validez»de las verdades consagradas
Ante esta realidad, una pregunta se vuelve necesaria: si la democracia, las libertades individuales, la igualdad, la tolerancia, la solidaridad, la ausencia de discriminación, etc., no son valores universales o verdades consagradas, ¿cuáles pueden serlo?, ¿las que se pierden en la herrumbre del tiempo?
Incluso un adalid de la posmodernidad como es Gianni Vattimo no puede negar que “los sistemas de valores son todo lo que tenemos en el mundo, la única densidad, espesor y riqueza de nuestra experiencia, el único ser”. Nada que objetar.
Si nos detenemos en el ámbito universitario, comprendemos que la erosión del concepto verdad solo puede conducirnos al abismo intelectual y moral, a un gigantesco precipicio al que conduciremos a nuestros alumnos si les hacemos creer que todo puede ser posible. Y, si todo es posible, si no hay verdad que transmitir, tampoco hay enseñanza que transferir y valorar.
Este panorama de volatilidad es el que les espera a unos jóvenes universitarios a los que, en ocasiones, se les desorienta presentándoles un mundo tan utópico como ficticio. Pero la realidad se impone. Con relativa prontitud, muchos ven cómo sus sueños se quiebran. Pálidos ante el espejo de la vida, advierten, con notable amargura, que quizá miraron, pero no vieron; aprobaron, pero quizá no se formaron.
Cuando el filósofo Peter Sloterdijk asevera que “la palabra ‘realidad’ es, para los oídos modernos, una palabra inaceptable, reaccionaria” o cuando Marcello Pera reconoce que “el relativismo ha debilitado nuestras defensas y nos ha dispuesto, y predispuesto, para la rendición, porque nos hace creer que no existe nada por lo que valga la pena combatir y arriesgar”, es razonable preguntarse si la universidad se ha librado de esa rendición a la búsqueda de la verdad y del saber de validez universal.
Modestamente, en nombre de la Universidad, sugiero…
Cuando nos atrevemos a proclamar, sin miedo alguno, que es posible actuar partiendo de una ética que sostiene, contra viento y marea; que es necesario transmitir un saber y una ciencia que deben asentarse sobre el sólido pilar de la verdad, sabemos del “dulce” invierno académico que nos aguarda.
Nada que nos preocupe lo más mínimo. La máxima de Ovidio: video meliora proboque; deteriora sequor [veo lo que más me conviene, pero sigo lo que me perjudica], hace tiempo que nos acompaña a algunos.
En nombre de la sinceridad, confesamos que esta realidad, por hiriente que pueda parecer, no nos inquieta, solo nos incomoda. No puede perturbarnos porque tenemos muy presente que el sentido último de la Universidad, su misión principal, no puede ser otra que la búsqueda incansable de la verdad, de una verdad que nos interroga, nos cuestiona y nos permite dudar de todo lo aprendido. Este es el inicio de la Ciencia. No cabe otro.
La Historia nos aporta testimonios que lo avalan. Lo descubrieron los clásicos de la Antigüedad en ese permanente caminar por las calles y foros de Atenas. Sócrates es el espejo en el que nos miramos, y en el que nos sentimos reflejados. Su pensamiento nos invita a preguntarnos: ¿Qué es la Universidad? ¿Cuál debe ser su tarea primigenia? ¿Son las nuevas técnicas pedagógicas la solución de todos sus males? ¿Podemos afirmar que la Universidad continúa siendo una aventura que merece adentrarse en ella con la misma ilusión y esperanza que en su día tuvimos al pisar sus aulas?
Nosotros así la vivimos, porque en sus sólidos sillares seguimos encontrando el conocimiento más sólido e irrefutable, aquél quiere y vive de la verdad.