Educar es alumbrar. Sobre la tarea universitaria en un mundo desencantado

A continuación comparto algunas ideas y reflexiones que para mí han resultado y resultan no solo sugerentes, sino muy luminosas respecto de la naturaleza y la gravedad de la tarea que nos ocupa, la educación universitaria.

Intentaré no contribuir al sambenito que tenemos colgado los humanistas de alargarnos y ser oscuros. Es obligado, pues aquello que me gustaría compartir con ustedes lleva como título “Educar es alumbrar. Sobre la tarea universitaria en un mundo desencantado”.

Educar es dar a los demás las cosas contempadas

Que educar es alumbrar lo dice mucho mejor de lo que podríamos soñar siquiera con decir nosotros Santo Tomás de Aquino. Y si alguno tuviera que quedarse solo con una cosa de las que vamos a decir, que retenga en la memoria estas palabras, de las que todo lo demás es tan solo nota a pie de página. Dice el Doctor Angélico:

“del mismo modo que es mejor iluminar que solamente brillar, asimismo es cosa más grande y hermosa dar a los demás las cosas contempladas que solamente contemplarlas».

Nuestra tarea, la tarea educativa, es por lo pronto y nada menos que dar a los demás las cosas contempladas. De esta primera aproximación se puede además inducir que el educador tiene que ser, primero, contemplador —no diremos, aún, contemplativo—, esto es, el que “mira con atención”. Dice Fray Luis de Granada que “son los hombres hechos de la tierra, no como inquilinos y moradores de ella, sino como contempladores de las cosas celestiales”, y dice María Zambrano de modo bellísimo que “la atención no es sino la receptividad llevada al extremo».

Así, las cosas celestiales, sagradas —las cosas que verdaderamente nos importan— solo son posibles al espíritu que, abierto, quiere recibir la realidad en su totalidad. Y de entre los contempladores hay una estirpe especial, llamada específicamente a dar a los demás lo contemplado: el maestro, el educador; el profesor.

Educar es aprender a prestar atención

Recientemente he tenido la oportunidad de leer una magnífica entrevista de Íñigo López a Nick Cave en El País, con ocasión de la publicación de su último disco, The Wild God.

Nick Cave, nacido en 1957, es uno de los artistas australianos con más reconocimiento internacional. En 2015 su hijo Arthur falleció tras precipitarse por un acantilado en Brighton. Nueve años después afirma con osadía:

«Antes de que Arthur muriera yo era muy distinto, ahora lo veo claramente. Entonces, la vida era algo que pasaba. En realidad, ni siquiera le prestaba mucha atención. Pero el valor de la vida, una vez empezamos a superar la muerte de Arthur, cambió. Ahora veo el mundo como algo sistémicamente hermoso, y a las personas como criaturas extraordinarias, resistentes y vulnerables».

Me golpeó con mucha fuerza el recorrido vital de este artista desde la muerte de su hijo: de no prestar atención a la vida a considerar el mundo “como algo sistemáticamente hermoso”. Me pregunto si existe algún modo de despertar a esta conciencia de la belleza del mundo y del otro sin necesidad de la tragedia —que, por otro lado, no es garantía universal de nada—.

El cometido de la educación universitaria, cuando es verdadera educación, parece ser ofrecer este camino.

Transformar el corazón ante los retos y desafíos de la universidad

Dice el profesor Gregorio Gómez Cambres parafraseando a María Zambrano que “educar es convertir la mirada y el corazón hacia la luz y así transformar el corazón de piedra en un corazón de carne. Un corazón, vida y persona transparentes”. Así expresado, uno podría pensar que nuestra tarea como educadores es que el educando se vuelva hacia la luz, se convierta. Y creo que esto es verdad. Creo también, no obstante, que nuestra tarea —al menos así quiero vivir e invitar a vivir este inicio de curso— tiene que ver antes con la conversión de nuestra mirada y nuestro corazón hacia la luz. Con una transformación de nuestro corazón de piedra en un corazón de carne.

Cada curso se nos plantean muchos retos y desafíos, los de siempre y siempre algunos nuevos. De algún modo, sin embargo, es claro —si nos detenemos un solo instante— que con cada comienzo de curso el desafío principal al que cada uno se enfrenta es él mismo.

Educar: cultivo y cultura

La educación es cultivo —la raíz es la misma que la de cultura—, lo que nos sitúa en la piel del hortelano o del jardinero —¿por qué no habría de llamarse así a quien atiende a los niños en un jardín de infancia, a quién se ocupa de la puericultura?—. El educador es entonces alguien que remueve la tierra, la airea, siembra, riega, abona, cuida, endereza, guía y acompaña, protege y en último término espera el fruto y se alegra con él.

Otras muchas palabras pertenecen al campo semántico de la educación sin ser propiamente sinónimos: formación, instrucción, adiestramiento, enseñanza…

Pero querría que atendiéramos a una palabra que no resulta tan inmediatamente evidente y que a priori tiene menos márketing: la educación como alumbramiento.

Educar es alumbrar

Alumbrar es iluminar, pero no cualquier iluminar: es iluminar con lumbre. Me sorprende lo que dice el diccionario sobre la lumbre: “materia combustible encendida”. Si aceptamos la analogía entre la educación y el alumbramiento y tiramos un poco del hilo, entonces el maestro, el educador, tiene que estar encendido. ¡No basta con ser buena materia combustible! Y estando encendida, no solo da luz, también da calor.

El peligro de deslumbrar

Traiciona gravemente su misión entonces el que debiendo alumbrar, deslumbra. El que se ilumina a sí mismo cegando a quien le mira en lugar de alumbrar el camino.

Son imágenes de este maestro que alumbra Gandalf en Moria, o Virgilio guiando a Dante con un farol por el infierno y el purgatorio e inaugurando la posibilidad sugerente de un liderazgo del alumbramiento en el ámbito educativo, del maestro como guía que ilumina el camino y lo recorre junto a su compañía.

Sobre lo segundo: alumbramiento es “dar a luz”. Y es recurrente y muy sencillo —sería demasiado fácil el recurso a Platón y su caverna— entender la educación así. Literalmente, en realidad, educar tiene dos orígenes etimológicos complementarios: educare (guiar, acompañar) y educere (sacar de dentro, de la oscuridad a la luz). La educación es alumbramiento porque introduce al educando en la totalidad luminosa del cosmos —en la contemplación de las estrellas, de las cosas celestes, decía Fray Luis— y lo acoge en él, lo acompaña en sus primeros pasos. Sin esta compañía, como para el infante, el mundo es hostil y aterrador, inhabitable, frío e inhóspito.

Educar es alumbrar desde el asombro

Si educar es alumbrar, la educación comienza por el asombro —salir de la sombra—. Y si la educación comienza por el asombro, no existe verdadera educación si no hay espacio para el misterio, es decir, si no hay algo, al menos como posibilidad, que excede nuestra medida del mundo.

El asombro solo es posible cuando la realidad nos afecta desafiando nuestra medida, siempre pequeña. Entonces nuestra razón se puede abrir ante la luz que se nos revela, mostrando al tiempo quiénes somos.

Cierto es también que el asombro no sirve más que como punto de partida: el asombro hay que custodiarlo, hay que dejarse hacer por él. La filosofía, la ciencia, el pensamiento y el saber se abren para quienes se dejan llevar por el asombro, por el impacto —que es afectivo— de la belleza de la realidad, que nos hiere y nos llama, que nos llama hiriéndonos.

El mundo actual, un mundo desencantado

Un ‘pero’. Una no tan pequeña piedra en el zapato. Vivimos en un mundo desencantado. Querría alejarme lo más posible de una consideración del momento del mundo que nos ha tocado vivir como algo indeseable de lo que hemos de huir, protegernos o defendernos. Creo, no obstante, que Max Weber llevaba razón cuando hablaba en 1918 de esto que hemos llegado a conocer como “desencantamiento” del mundo.

Para el sociólogo alemán, el advenimiento deslumbrante del método de las ciencias experimentales y de la razón ilustrada —nosotros podemos decir, el uso exclusivo de una razón reducida, no abierta— ha tenido como consecuencia colateral la eliminación del misterio del horizonte de la vida humana y, consecuentemente, la eliminación de la posibilidad de sentido. El mundo se ha vuelto, dice él, “predecible y transparente”. La desmitificación que sobreviene es, para Weber, alienante, el lado oscuro que ha tenido el por otro lado extraordinario avance científico y tecnológico.

Una ruptura entre ciencia y religión, entre razón y fe, entre mundo y hombre que es muy moderna y que asume a priori que la realidad no es significativa más allá de su utilidad.

En un mundo desencantado el asombro es cada vez menos posible. El saber y la ciencia pierden su relevancia en sí mismas y sucumben al servicio de los intereses del poder, llámese Pan, Mammon o Baal.

Desencantamiento no es, entonces, desencanto, por más que el desencantamiento del mundo haya contribuido, si no causado, un desencanto que persiste hoy.

Nuestra primera tarea en un mundo desencantado

Nuestra primera tarea en este mundo desencantado, al que le cuesta valorar y reconocer lo que no tiene un rédito inmediato, lo que no “renta”, lo que es arduo, lo que no se puede contar, medir o pesar, es entonces reencantar el mundo, recuperar la canción. La tarea educativa en nuestro tiempo tiene que ver con “hacer visible lo invisible”, mostrar lo que está oculto, des-velar. Quitar el velo que oculta el fondo de la realidad.

La educación es, entonces, como le gustaba decir a Luigi Giussani parafraseando a Jungmann: “Eine Einführung in die Gesamtwirklichkeit”, “introducción a la realidad total”. Pero la realidad, continúa el sacerdote italiano, no se puede afirmar verdaderamente si no se afirma la existencia de su significado.

La realidad como signo

El profesor Salvador Antuñano nos recordaba citando a Peter Kreeft que la realidad que vemos no es sin más «lo que parece» o «lo que hay» ni por supuesto “menos de lo que hay”, sino siempre “más de lo que hay”. Y que nuestra mirada es inteligencia porque sabe leer por dentro —intus legere—; una inteligencia generosa, superabundante y profunda, significativa y acerada, que sabe que las cosas son como sacramentos que significan siempre y apuntan a algo más allá de sí mismas, pero en íntima conexión con ellas. “Things —nos dice Chesterton— are not what they seem, but what they mean”.

La educación, así entendida, como alumbramiento del significado de las cosas, es la tarea más inexorable de nuestro tiempo. La educación es introducción a la realidad total, a su significado. Es introducción a esta realidad concreta y tangible, manipulable, pero que al mismo tiempo escapa a nuestro dominio, tanto instrumental como racional.

La realidad tiene un espesor que solo se muestra a quien mira con atención, como diría el profesor Alfonso Pérez de Laborda. O, parafraseando a Scheller, el hombre es el único animal que tiene «mundo» y no solo medio.

La realidad encantada

Para el animal humano, la realidad es significativa, está «encantada», es misteriosa. Hay algo en la realidad, o más bien sosteniéndola, que va «de algún modo» más allá de ella misma. Hay algo de lo que depende en último término el éxito o el fracaso de nuestras acciones y empresas y que no depende únicamente de nuestra capacidad. Es la categoría de misterio, explorada por la filosofía desde sus inicios, pero conocida para el hombre desde que es hombre.

La educación universitaria se sitúa justo en este quicio: la buena educación no es solamente instrucción ni mera capacitación técnica. Esto es: la educación debe primariamente mostrar aquello que está y que no se ve inmediatamente, aunque sea lo más evidente en sí mismo. La educación, en nuestro tiempo profundamente desencantado (donde lo único que tiene estatuto de realidad es lo desprovisto de misterio), debe con urgencia retornar a mostrar aquello que está en el fondo. Debe enseñar a preguntarse por el fondo de la realidad. A convivir con la dimensión misteriosa del cosmos y de la historia. El alumbramiento es, entonces, mostración de la verdad total, de la canción que está en el origen.

La misión universitaria: hacer visible el deseo adormecido

Dice C.S. Lewis, en The weight of Glory:

“parece que nuestro Señor no piensa que nuestros deseos son demasiados intensos, sino demasiados débiles. Somos criaturas indiferentes que jugamos con la bebida, el sexo y la ambición cuando se nos ofrece un gozo infinito —infinite joy—, como un niño ignorante que quiere continuar haciendo flanes de barro en un tugurio porque no es capaz de imaginarse lo que significa pasar unas vacaciones junto al mar. Nos contentamos con demasiado poco».

¡Nos contentamos con demasiado poco! Se nos ofrece la alegría infinita, y deseamos con una medida pequeña. Quizá nuestra primera tarea sea despertar nosotros mismos a este deseo de totalidad, de alegría infinita, que está en el origen de lo humano. Quizá educar en las aulas tenga mucho que ver con alumbrar, con hacer visible este deseo adormecido. Tal vez, en este mundo desencantado, que ha perdido el gusto por vivir, que en buena medida ha sucumbido al cinismo porque ha eliminado la posibilidad de una respuesta a la altura de su deseo, nuestra primera labor sea escuchar nuestra humanidad.

Si no hay nada más estúpido que una respuesta a un problema que no se ha planteado, la tarea universitaria es antes que la respuesta que pueda ofrecer nuestra medida, la pregunta por lo humano en su raíz. Y la raíz de lo humano, la canción que está en el origen de nuestro ser, es el deseo de infinito.

Hoy, que todo comienza de nuevo y que todo es promesa, quiero desear que todo renazca. Para nosotros, universitarios, de la estirpe de los contempladores, deseo una mirada posibilitante, misericordiosa, profunda; que revele la verdad; deseo que seamos lumbre, “materia combustible encendida”, que permita hacer habitable y transfigurar este mundo, tantas veces frío e inhóspito, convirtiéndolo en hogar.

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Este texto es una síntesis de la Lección Magistral impartida con motivo del inicio de curso académico en la Universidad Francisco de Vitoria. Se puede leer íntegra en este enlace.

 

Comentarios
  1. José Manuel Mora Fandos dice: 28/11/2024 a las 22:57

    Muchas gracias por este texto tan luminoso. Tomo sobre todo lo último: creo que despertamos ese deseo adormecido cuando los profesores llevamos belleza a clase. Tiene tántas manifestaciones la belleza, ¿cuál es la que puedo llevar yo?

  2. Marcela Real dice: 11/12/2024 a las 03:37

    Me encantó. Lo pude contemplar y sentipensar Y esta frase: «Traiciona gravemente su misión entonces el que debiendo alumbrar, deslumbra. El que se ilumina a sí mismo cegando a quien le mira en lugar de alumbrar el camino.» es una profunda verdad.


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