¿Qué esperar de una Universidad?
Un modo de aproximarnos a lo que cabe esperar de la Universidad es pensar en qué y ante quiénes tiene que rendir cuentas. Nos vendrán a la cabeza las expectativas que tienen muchos estudiantes de que se les proporcione una formación reconocida a través de un título oficial. Podremos pensar en los profesores y demás miembros de la comunidad universitaria, cuyo trabajo además de estar orientado a la docencia está, y cada vez más, volcado en la investigación.
El sentido de cada institución
A las instituciones, como a las personas, les pasa que según se ven a sí mismas, así se comportan. Unas se ven a sí mismas fundamentalmente como centros de investigación y transferencia del conocimiento; otras como centros donde se imparte una docencia conducente a la obtención de un título; otras como impartidoras de una formación valiosa para toda la vida.
Seguramente todas esas respuestas tienen razón: al menos, su razón. La diferencia está en los énfasis, en las ponderaciones, en la jerarquización. Probablemente si alguien nos preguntara por los diez valores que más apreciamos, casi todos coincidiríamos en la mayoría. No esperaríamos que alguien nos elogiara la doblez, la envidia o la traición. La mayoría incluiríamos en nuestra lista la honestidad o la solidaridad. No nos diferenciamos tanto. El secreto está en dos puntos: por una parte, cómo los jerarquizamos; y por otra, si es muy diferente lo que decimos y lo que hacemos.
Ir más allá
Lo que nos distingue, diferencia, posiciona, es el orden de prioridades, y la coherencia entre lo que se dice y lo que se vive. Y también resulta esencial el acierto al elegir en qué queremos destacar, alineándolo con lo que mejor sabemos hacer. Hace años el nuevo director general de una conocida empresa reunió a su comité de dirección. Era un viernes a mediodía. Y les pidió que el lunes a primera hora volvieran habiendo pensado una respuesta a la siguiente pregunta: “nosotros, ¿a qué nos dedicamos?”
Quien me lo contaba relataba cómo fue aquel fin de semana. No paraban de llamarse entre ellos, convencidos de que la pregunta era una trampa, una excusa para despedirles, ya que resultaba obvio que llevaban muchos años fabricando ascensores. El lunes todos afirmaron lo mismo: “hacemos ascensores”. Entonces el nuevo director general les dijo lo siguiente: “sí, eso es lo que hacemos desde hace tiempo; y seguiremos haciendo; pero si la respuesta a la pregunta fuera que nosotros nos dedicamos a dar soluciones de movilidad a nuestros clientes seguramente nuestro mercado se ampliaría enormemente”.
Somos nosotros quienes decidimos en gran medida con quién competimos, porque según nos vemos estamos describiendo a quienes hacen algo parecido, y a quienes hacen otras cosas que pueden sustituir lo que nosotros hacemos. Una universidad cuyo valor radicara en la oficialidad de sus títulos estaría compitiendo ahora con quienes ofrecen lo mismo que ella; pero debería estar atenta a quienes pueden estar en condiciones de ofrecer sustitutos, como por ejemplo certificaciones de índole profesional que en determinadas áreas sean ya, o puedan ser pronto, tan apreciadas o más que las titulaciones tradicionales.
El shock que ha acelerado la transformación digital, también en las universidades, constituye una oportunidad para volver a pensar qué sabemos hacer, en qué queremos diferenciarnos, qué nos piden aquellos a quienes rendimos cuentas.
Es cierto que algunas instituciones parecen hacer oídos sordos a la rendición de cuentas ante quienes les financian. Por ejemplo, cuando afirman que la empleabilidad es una idea capitalista, cuando en realidad es una idea social, navegando en un Titanic en el que sólo la enorme regulación del sector parece protegerles de su falta de competitividad. No olvidemos que tres cuartas partes de la actividad universitaria de nuestro país está financiada por los impuestos de todos. Rendir cuentas no debería estar muy lejos de escuchar a los contribuyentes si quieren que las universidades compitan con otros centros de investigación, o prefieren que formen buenos ciudadanos.
El futuro de la universidad
En mi opinión, tres van a ser los factores más determinantes para el futuro de nuestras universidades. En primer lugar, que seamos capaces de enfocarnos en el desarrollo de valores, y de los skills fundamentales para amueblar la cabeza y aprender a aprender. El valor que las universidades aporten cada vez estará menos en un conocimiento que se encuentra y distribuye por toda la red desde cualquier parte del mundo. Pero lo que no tiene sustituto es el acompañamiento y el encuentro. No es lo mismo decir que damos títulos a decir que proporcionamos una formación valiosa para un mundo y unas profesiones que todavía no existen.
En segundo lugar, que sepamos aprovechar la ingente cantidad de datos que alumnos, profesores, instituciones y empleadores vuelcan en nuestras plataformas, y que podrían ayudarnos a personalizar y perfilar el aprendizaje, así como a desarrollar desde el primer día esa marca personal, ese rastro digital que queremos que encuentren dentro de unos años quienes nos tienen que buscar. Los datos masivos están cambiando los modos de trabajar, los sectores y modelos de actividad, las formas de hacer las cosas. Nada hace pensar que la educación y la universidad vayan a vivir al margen de esa realidad.
Y, en tercer lugar, que adoptemos como modelo educativo el fomento de las experiencias clave, intensas y significativas. Esto convertirá a nuestros alumnos en personas fueras de serie. No sólo aprendemos a través de la experiencia, sino que lo más valioso lo conocemos cuando lo vivimos
Los valores sólo se conocen cuando se viven
La experiencia universitaria
Por ello, las universidades debemos ofrecer un conjunto de experiencias que nos proporcione la familiaridad con los valores:
- La experiencia de descubrir las preguntas importantes, porque el estudio serio nos convierte en esas “minorías creativas” que a lo largo de la Historia han sabido reiterar las preguntas esenciales, sin conformarse con las respuestas al uso.
- La experiencia de acompañar y sentirnos acompañados. Al ayudar y ser ayudados, aprendemos lo trascendental que resulta para cualquier persona humana dar, recibir y aceptar.
- La experiencia de madurar en la búsqueda del sentido. No hay experiencias totalmente impersonales, y una universidad empeñada en la búsqueda de la verdad y del bien no puede ser ajena al anhelo que cada uno tenemos de descubrir lo que de verdad más nos importa.
- La experiencia de transformar la realidad consiguiendo logros con otros. Involucrarnos en proyectos de transformación, trabajar en ámbitos de alto impacto social, llevar a la práctica lo que sabemos, reflexionar sobre lo que hacemos y conseguimos, superar las crisis y dificultades… Es así como aprendemos que quizás solos podamos ir más rápido, pero con otros siempre llegamos más lejos.
Estas experiencias ayudan a configurar mucho más que una página del “curriculum vitae” académico porque constituyen la razón de ser del curriculum vital que vertebrará toda nuestra existencia.
Otros artículos de la categoría:
– Enseñar a querer ir a la luna, de Senén Barro.
– La Universidad sin ley (primera parte), de Alfonso González Hermoso de Mendoza.
– La idea ética de universidad de Martha Nussbaum, de Ignacio Pou.
Muchas gracias por la reflexión. Es muy interesante y es necesario que pensemos a qué queremos dedicarnos, y qué necesitan de nosotros los estudiantes que debemos formar y la sociedad a la que servimos.
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Gracias por compartir. Me quedo, en especial, con «navegando en un Titanic en el que sólo la enorme regulación del sector parece protegerles de su falta de competitividad».
La experiencia del estudiante!!! Lo he comprobado en todos mis años en la Universidad.
Si les preguntas años después qué recuerdan de sus años universitarios, todos te cuentan su experiencia y no un conocimiento en concreto.
Gracias José María
La Universidad o escuela de posgrado que no sepa ofrecer una experiencia dentro y fuera del aula a sus alumnos, morirá. Los conocimientos están ahí accesibles a todo el mundo; pero la forma de asimilarlos y hacerlos propios y aplicables, es lo que marca la diferencia. Y todo ligado a un «para qué».
La universidad, especialmente la pública, debe dejar de mirarse al ombligo, levantar la cabeza y mirar con los ojos del alumno y de la sociedad. Y la privada, buscar su diferenciación y ofrecer esa experiencia transformadora de la persona, y generando en sus alumnos la capacidad del pensamiento crítico.