Los «trabajos y los días» del profesorado universitario
Las tareas que afrontan los profesores universitarios en el desempeño de su vida académica son múltiples y diversas. Les requieren un esfuerzo permanente para conseguir entrelazarlas con eficacia, pues todas ellas son igualmente relevantes y de elevado nivel de exigencia. Han de contribuir a generar conocimiento mediante la investigación y la innovación, y a su vez deben transmitirlo a las generaciones que liderarán el futuro; al mismo tiempo, han de atender a la transferencia de ese conocimiento en sentido amplio, es decir, a su plasmación en valor que repercuta en el bienestar de la sociedad, sea en forma de avance tecnológico o científico, o de expresión cultural.
La universidad enarbola la enseñanza superior, el nivel educativo más alto, y asume por tanto la responsabilidad de ofrecer los contenidos específicos necesarios para el desempeño eficiente de las profesiones más cualificadas de nuestra sociedad. La docencia universitaria de calidad exige del profesor no solo una permanente actualización en las materias que enseña y en los instrumentos que utiliza para impartirlas, sino también en la mentalidad, los intereses y los planteamientos de las sucesivas cohortes de jóvenes. En la misma medida que los profesores adquieren experiencia y se hacen más solventes, se va ahondando la brecha generacional con sus estudiantes; salvar esa divergencia es una de las pruebas más delicadas a las que se enfrenta el profesorado universitario.
El profesor solo se convierte en un verdadero “maestro” si es capaz de transmitir a sus estudiantes en las clases un mensaje añadido que sobrevuele todas las lecciones y que se herede de generación en generación como una huella indeleble.
Algo similar ocurre en el ámbito de la investigación, pues del mismo modo que solo dejan una impronta en sus alumnos los profesores que sienten pasión por la materia que imparten, son los investigadores entusiastas los que alcanzan su máximo potencial. Nos encontramos, por tanto, con que tanto las actividades docentes como las investigadoras son profundamente vocacionales. Por ello mismo, por la voluntad y empeño que se ponen en ellas, es posible conseguir excelentes resultados aun en situaciones adversas. Así ha quedado demostrado en delicadas coyunturas económicas o de emergencia sanitaria.
Si bien por parte de los propios interesados la asunción de estos formidables retos es ampliamente reconocida como un privilegio, parece incuestionable el desgaste y, en ocasiones, falta de motivación, que lastra al profesorado universitario. Mucho se viene hablando en los últimos años del agotamiento que genera el exceso de burocracia, o del esfuerzo personal sobre el que se sustenta el trabajo diario. Actualmente es tal el peso de la carga administrativa que ya constituye una intrincada maleza en la cual se subsumen, y a menudo desdibujan, las auténticas actividades universitarias.
Actividad científica y gestión de la investigación
En el sistema español estamos acostumbrados a que para alcanzar una posición estable de profesor universitario sea preciso sumergirse en la gestión de la investigación. Acreditar el desempeño como investigador principal de proyectos nutridos con financiación competitiva constituye un requisito obligado. Así es como una persona de ciencia, acostumbrada a pasar horas en un laboratorio, archivo o plataforma, se ve lanzada a un entorno proceloso de elaboración de propuestas, cumplimentación de documentos, justificación de facturas, etc., que le va ocupando, a la manera de una onda expansiva, una porción cada vez mayor de su dedicación profesional.
Si bien es cierto que en todas las universidades existen unidades administrativas específicas para la gestión de la investigación, no lo es menos el hecho de que siguen existiendo tareas complejas y tediosas cuya consecución es responsabilidad exclusiva del profesor, que en la mejor situación consigue “apoyo” y “ayuda” de dichas unidades.
Teniendo en cuenta, además, el creciente número de convocatorias a las que se puede – y debe – concurrir, y que por tanto coinciden en el tiempo, así como la necesidad de elaborar, con rigurosos deadlines, peticiones iniciales, informes de seguimiento y documentos de cierre, junto a una justificación escrupulosa de los gastos y de la diseminación del conocimiento generado, el resultado es que esta “segunda profesión” se extiende, sinuosa, como una malla que alcanzara todos los instantes. ¿Cuándo, entonces, disponer de momentos para la reflexión, para el pensamiento, siquiera para el trabajo material relacionado con la docencia o inherente a la investigación?
Y se antoja inevitable formularse la siguiente pregunta:
¿Puede la Universidad permitirse que sus profesores se desvíen de su genuina actividad…
… justo a partir del momento en que empiezan a aportar más valor al sistema académico? Porque esto es lo que, salvo contadas excepciones, ocurre.
Tal vez en estos momentos es procedente plantear la cuestión de cómo percibe la sociedad a la universidad y, más en detalle, a la ciencia.
La historia de la ciencia documenta el despliegue de las ideas y conceptos, pero también de la técnica y la tecnología, en los diferentes y sucesivos contextos, y demuestra su influencia en el desarrollo humano. En el antiguo Egipto la sociedad respetaba la ciencia hasta el punto de que la vida se organizaba en torno a las predicciones astronómicas y los cálculos matemáticos, que establecían reglas de carácter empírico “para estudiar la naturaleza y para comprender todo lo que existe” (Papiro Rhind), con el fin de facilitar el día a día. Ya junto al florecimiento de la primera cultura sumeria habían brotado las matemáticas, que regirían la vida cotidiana. Y así fue también en las pretéritas civilizaciones europeas, asiáticas o de los pueblos originarios de América.
Es innegable que la complejidad del mundo actual, en cuyo armazón se ha instalado definitivamente la tecnología, demanda que el esfuerzo científico responda a las necesidades sociales y a los desafíos geopolíticos. La experiencia de la pandemia provocada por el coronavirus ha aglutinado líneas de pensamiento y destilado un claro mensaje en favor de la ciencia.
Del mismo modo, la sociedad debería desarrollar estrategias comprometidas con la ciencia y con la educación, y utilizar el rigor universitario para anticipar escenarios futuros que podrían poner a prueba el conocimiento humano.
El interrogante que planteamos es si no resulta idénticamente impostergable la toma de decisiones para mejorar la eficiencia del trabajo intelectual y científico que se desarrolla en las universidades españolas, “devolviendo” a quienes lo llevan a cabo el tiempo y el sosiego que el propio sistema les ha ido recortando. Y sin que ello incida negativamente en el control de la calidad del trabajo y en el buen uso de los recursos.
Se trataría de utilizar adecuadamente los propios avances que la ciencia y la tecnología logran para realizar, por ejemplo, sistemas instantáneos de control de gasto robotizados o basados en inteligencia artificial. En otra línea, pero con idéntico objetivo, podrían emerger nuevas profesiones cualificadas que asumieran la carga administrativa, y de este modo el profesor universitario organizaría su tiempo de manera flexible y racional para acometer sus tareas reales: docencia, investigación e innovación, y transferencia del conocimiento.
De esta suerte atisbamos cómo podrían ser los “trabajos y los días”, no solo del profesorado universitario, sino de las nuevas profesiones que han de surgir para aumentar el impacto de la ciencia sobre el bienestar y el progreso humanos.
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universídad es el blog de Studia XXI, un programa de trabajo que delibera sobre los retos actuales y futuros de las instituciones de Educación Superior.
Una gran reflexión para el presente y futuro, Helena
Estoy totalmente de acuerdo. Pero…¿quién le va a poner el cascabel a este gato?
Muy acertado Helena, no puedo estar más de acuerdo. Se i impone una relectura de “ensimismamiento y alteración”. (Ortega y Gasset)
El pensamiento sosegado es obligado en la Academia, pero vamos corriendo cumpliendo plazos…
Acertadas reflexiones, desde luego. Aunque la clave suele estar también en la no siempre aceptada, pero desde luego necesaria, decisión de delegar las tareas administrativas asociadas a la docencia y la investigación. El recelo sobre la pérdida de ‘poder’ que conlleva esa pérdida de control sobre los procesos administrativos acaban muchas veces con las propuestas de gestión más innovadoras en la universidad. Mucho por construir aún, Elena.
Precisamente como estamos en el siglo XXI y tenemos tecnologías suficientes para poder trabajar, me refiero a ordenadores, conexiones con todo, etc, es inexplicable que las autoridades políticas, tanto en España como en Europa, hayan generado una
burocracia de un grado tan espectacular. Siendo de Ciencias Sociales y acostumbrado a trabajar con las administraciones públicas, es un martirio, así que me imagino a nuestros compañeros de Ciencias físicas, medicina y otros. En vez de simplificar los procesos y aplicar la potencia de gestión que nos dan las tecnologías para facilitar la vida a los investigadores, se ha hecho lo contrario. Claro que tiene que existir una forma de control, así como de seguimiento/supervisión, pero no es aceptable que se hayan establecido unos sistemas super-burocratizados que exigen demasiado tiempo y esfuerzo a los investigadores. Los costes de esto son muy elevados, así como los costes de oportunidad.