¡Me falta fe en mis alumnos! ¡Me falta fe en el sistema!

En época de exámenes, la fotocopiadora de la Facultad suele ser un lugar de encuentro entre profesores de diversas materias que esperan a que sus enunciados de exámenes estén terminados de multiplicarse las veces que sean necesarias en función del número de alumnos. Ningún profesor deja sus exámenes sin vigilar. Y es, en ese momento, cuando se da el caldo de cultivo para una conversación relajada sobre la vida, si te conoces más, y sobre la universidad y los alumnos, si te conoces menos. Con un profesor al que conozco más de 20 años, ya que entramos más o menos en el mismo momento en nuestros respectivos departamentos, surgió una conversación muy enriquecedora para mí y que comparto en este blog.

El desencanto con los alumnos

Después de la salud y la familia, se me ocurrió preguntarle qué tal los alumnos de este curso. Y entonces, con cara quejumbrosa, me descolocó. Me dijo literalmente “¡Me falta fe en mis alumnos! Sinceramente, me falta fe en el sistema universitario…. Creo que me estoy haciendo mayor o me estoy volviendo pesimista”. Mi cara de asombro le requirió una justificación. Me empezó a contar que no tiene sentido para él ir a clase a explicar contenidos que los alumnos pueden fácilmente obtener por internet. Me insistió en que los alumnos ya no leen, y que redactan fatal. De matemáticas ya ni hablamos. También destacó el comportamiento aniñado que algunos estudiantes tienen en el aula. Sus comentarios me hicieron pensar. Y he aquí mis reflexiones.

El reto de adaptarse a la maduración personal de los alumnos

Según el diccionario de la RAE, hay seis acepciones de la palabra juventud. La primera indica el “período de la vida humana que precede inmediatamente a la madurez”. Nos indica que las personas estamos, casi, casi, maduras, pero aún no. Aquí hay que reconocer que se trata de un proceso, la juventud, aún inacabado. Y ahí es cuando nuestro alumnado llega a la universidad.

Como profesores, tenemos un reto con nuestros estudiantes, ayudarles en ese proceso de maduración personal e intelectual.

Por supuesto que se trata de un camino único, personal e intransferible, en el que influyen muchos factores y personas, pero, querámoslo o no, toda la comunidad educativa forma parte.

Recuerdo cuando empecé a dar clase en la universidad que, todos los años, a principios de septiembre, había un profesor que se quejaba, sucesivamente, del bajo nivel de los alumnos que tenían en clase. Mencionaba la formación en matemáticas (no saben hacer un porcentaje), la memoria (les explicas un concepto y a la media hora se les olvida), la atención (se despistan con una mosca) … Si lo que decía este compañero hubiese sido cierto, después de dos décadas, los alumnos ya no sabrían ni leer ni escribir. Sin embargo, nunca señalaba lo bien formados que estaban en idiomas, en informática o en capacidades tales como la búsqueda de información, aprendizaje autónomo o expresión oral.

El reto del profesor es sacar el máximo partido a todos los alumnos, pero, sobre todo, a aquellos que tienen más dificultades.

Un alumno bueno va a aprender y aprobar, a pesar del profesor. No hay mucho mérito. El mérito está en motivar a la mayoría de los estudiantes al estudio continuo y al esfuerzo para conseguir adquirir los conocimientos mínimos de la materia. Todos están capacitados. Todos los estudiantes universitarios han pasado un proceso selectivo en el colegio y en los institutos, de ahí que estén preparados para acceder a la universidad.

Mirar a la historia como oportunidad

Sin embargo, en esa preparación entra en juego la sociedad y el contexto económico, político y social de cada curso académico. En los años 60-70 del siglo pasado era difícil acceder a documentación. Había poca capacidad adquisitiva en las familias medias y comprar manuales era caro y difícil de conseguir, sobre todo, si eran extranjeros. Las bibliotecas no tenían los recursos bibliográficos de los que disponen actualmente.

Hoy en día, la cantidad de recursos existentes en las bibliotecas y en internet son casi “infinitos”. Hay multitud de podcasts y videos en la red que permiten aprender casi de todo. Los motores de búsqueda y las aplicaciones de inteligencia artificial generativa ayudan a averiguar conceptos, relacionar ideas y poner ejemplos con una facilidad y exactitud pasmosas.

Las empresas, organismos y puestos de trabajo actuales tampoco son los del siglo pasado. La globalización y, por ende, la internacionalización nos hace pensar en una persona como ciudadano del mundo y no de un país concreto. El inglés es la lengua franca de los negocios y de los viajes. La digitalización ha irrumpido a nivel global, tanto para operar con los bancos desde el móvil como a exportar productos a países remotos. La inteligencia artificial generativa está acelerando procesos, automatizándolos, haciendo más rápida la toma de decisiones y evitando las actividades más rutinarias y carentes de valor añadido.

Las necesidades formativas han cambiado

Como consecuencia de todo lo expuesto anteriormente, las necesidades formativas también son muy diferentes a las del siglo XX. Antes se exigía memorizar, repetir/recitar y aplicar. Ahora se exige búsqueda de contenidos fiables, pensamiento crítico y resolución de problemas. Como profesores universitarios, no podemos cerrar los ojos ante esta realidad tan compleja, dinámica e imparable. El ejemplo de la calculadora en la capacidad de cálculo mental nos puede servir. También el impacto del uso de los ordenadores en la ortografía. El avance del correo electrónico frente al correo postal está fuera de toda duda. También la irrupción de ChatGPT en los negocios y universidades está suponiendo toda una revolución. Por lo tanto, no podemos seguir haciendo lo de siempre.

Los profesores debemos replantearnos cómo afrontar el reto de enseñar los conocimientos básicos de nuestras materias y consolidarlos para que los alumnos actuales maduren, crezcan como persona, y se formen para desarrollar una carrera profesional.

También deberán estar preparados para el aprendizaje continuo al que van a tener que enfrentarse a lo largo de su vida laboral. Ya no existe una carrera que sirva para siempre. Antes se estudiaba una licenciatura, diplomatura o ingeniería y sus conocimientos servían para toda una vida laboral. Ahora no hay dudas de que esto es imposible. Cada día se ofrecen en el mercado nuevas tecnologías, cada vez más rápidas y más eficientes, que afectan a toda la sociedad en su conjunto y también al proceso docente. La tecnología está interpelando a toda la comunidad educativa a seguir formándonos constantemente. Nuestro alumnado tiene un reto constante en mente y tienen que estar preparado.

Las preguntas son ineludibles

¿Estamos siendo verdaderos catalizadores del proceso de aprendizaje actual? ¿Ayudamos a nuestros alumnos en su proceso de crecimiento personal? ¿Tenemos que seguir exigiendo lo mismo a nuestros alumnos a nivel de ejercicios, trabajos, TFGs, TFMs…? ¿Podemos seguir enseñando igual cuando la realidad no es igual? ¿Cómo podemos los profesores mejorar nuestra docencia y, por ende, la empleabilidad de nuestros alumnos en el contexto actual? ¿Es lo mismo enseñar conocimientos técnicos o prácticos que conocimientos teóricos? ¿Pueden aprender los alumnos lo mismo por sí solos? ¿Hay diferencia entre que asistan presencialmente a clase o vean al profesor y a sus compañeros en una pantalla o elijan ellos mismos lo que quieren aprender?

Las respuestas a todas estas preguntas quedan en el aire. Daría para un debate sosegado de horas y horas, pero hay una cuestión clave para mí que podría iniciar las respuestas a las preguntas anteriores. Hay una gran diferencia en el vínculo profesor-alumnado que se genera en la asistencia presencial frente a las clases online o híbridas. Se comparte un mismo espacio físico, se respira el mismo aire y existe la misma temperatura. Hay un espacio específico para impartir docencia que te predispone a ello. No se encuentra uno igual en la cocina, entre comida que, en el dormitorio, junto a una cama. Cada espacio tiene su función, como lo tiene también compartirlo. En un aula universitaria nos predisponemos a enseñar-aprender.

La importancia de la presencialidad para alumnos y profesores

Además, hay una presencia corporal, que no existe detrás de una pantalla. Los volúmenes, alturas, complexión de las personas no existen en las clases online. Tampoco es igual una mirada detrás de una cámara de ordenador que hacia la persona que tienes al lado. Una sonrisa se hace justificada en un contexto particular que todos observan al mismo tiempo. Muchas veces he oído a colegas comentar que aprenden mucho de la cara de sus alumnos: si están entendiendo o no la materia, si se despistan, si se aburren… y para ello se requiere de una presencialidad. Una cabeza asintiendo o negando cuando explicas un concepto da muchas pistas al profesor sobre su trabajo.

La interconexión entre el espacio físico, la presencia corporal de las personas, las miradas, las interacciones, los gestos, … generan vínculos que no es posible que ocurran de otra manera.

También la interacción entre estudiantes, sobre todo, en los primeros cursos de la carrera, se hace imprescindible, una asignatura más (sin créditos) pero obligatoria. Hay mil historias de vida compartida cuando se recuerdan las anécdotas de la época universitaria. No puede perderse la riqueza de tener un grupo de colegas o amigos en la misma profesión, con los que se podrá colaborar en el futuro. ¿Cuántas parejas han surgido en las aulas de la universidad española? ¿cuántos buenos amigos se han fraguado allí? ¿cuánto trabajo en equipo para pasarse apuntes o ayudarse con los contenidos de las materias más complejas de la carrera? Se hace necesaria una sintonía, un “feeling”, unas emociones que te hacen empatizar con tus compañeros, con el profesor y entre el profesor y los estudiantes. No podemos perder las miradas, las sonrisas, los gestos de asentimiento o de complejidad, de no entender o de haberlo entendido. Tienen un valor incalculable para el aprendizaje.

El reto: poner a la persona en el centro

El reto de incorporar preguntas en clase sobre cómo están los estudiantes, preocuparse por si realmente están entendiendo o no los conceptos cuando se explican, mirar a los alumnos a los ojos cuando explicas, aprenderte el nombre de los alumnos, saludarles por el campus cuando los veas, etc. pueden ayudarnos como profesores a empatizar con nuestros alumnos. No hablo de “colegueo”, nuestro rol no es ese, pero sí de empatía, cercanía y responsabilidad en su proceso de crecimiento personal y profesional. Después de pensar y repensar sobre este tema, cada minuto que pasa tengo más claro que quiero seguir teniendo fe en el sistema universitario. Yo quiero seguir teniendo fe en el alumnado actual, pese a todo. ¿Y tú?

 

Comentarios
  1. Carmen Perez-Esparrells dice: 06/05/2025 a las 10:37

    Una reflexión fresca, franca y valiente que pone de manifiesto las inquietudes que pasan por la mente de muchos docentes en la actualidad. Gracias, María del Mar, por tus reflexiones en voz alta que nos ayudan a seguir teniendo fe en el sistema universitario y lo que es más importante, ¡en nuestros estudiantes!

  2. BAHAMONDE FALCON LUIS dice: 06/05/2025 a las 14:23

    Hace unos años después de jubilarme, tuve la ocasión de licenciarme en derecho en la Universidad de Barcelona- ello me permitió conocer muy de cerca, esta nueva generación de estudiantes, y tambien de profesores universitarios.

    En conclusión, y en mi opinión, he de manifestar, que con algunos matices mi generación no está tan lejos de la actual, no obstante, si que la formación básica, por ejemplo el bachillerato de 6 años, era una formación que podría asemejarse a un grado universitario, quizás superior.

    Quizás el cambio más significativo con mi generación, es, que el quería estudiar y era de familia humilde, no podía asumir los costes de una buena formación pública, y debía trabajar al menos los fines de semana o más.

    Actualmente nuestros jóvenes disponen de una Universidad pública o la FP, que les facilita el acceso a un mundo laboral complejo,pero necesario de participar en el mismo.

    Muchas gracias por el interesante articulo Dra. Camacho.

  3. Neila dice: 06/05/2025 a las 15:06

    Muchas gracias por la reflexión. Está claro que las habilidades de los estudiantes de cada época son distintas. Ni hace 60 años sabían usar una calculadora (aún no había), ni ahora sabemos usar reglas de cálculo (ya no hay).

    Y no, desde luego tampoco es cierto que puedan aprender solos, por mucho que el conocimiento esté en internet. Porque antes también estaba en las bibliotecas, y el docente nunca ha sobrado (salvo muy excepcionales casos de personas autodidactas).

    Si al docente le puede sustituir la IA o la wikipedia, vamos a tener que replantearnos lo que hacemos. Lo mismo que en 1950 un libro de la biblioteca no podía sustituir al profesor, y si así fuera, ese profesor tendría que replantearse algo.

    Lo que pasa es que la educación tiene una enorme inercia, y siempre está inmersa en el ciclo de replicación, por el cual los docentes de todos los niveles tienden a dar clase como se la dieron a ellos. De todo esto hay que hablar, y hay que buscar soluciones. No se puede mirar para otro lado.

  4. Sergio dice: 06/05/2025 a las 18:44

    Llevo poco tiempo en el lado del profesorado, pero pasé muchos años en el lado del alumnado (por decisión personal y por la competitividad del mercado laboral). Para mí, la universidad fue siempre un gimnasio para el cerebro, un lugar donde entrenar la mente, donde aprender era un reto y una forma de crecer. Por eso, cuando escucho a colegas decir que han perdido la fe en los alumnos o en el sistema, lo entiendo… pero también me duele.

    Sí, los estudiantes han cambiado. Pero también ha cambiado el mundo, la forma de comunicarse, de aprender, de relacionarse con el conocimiento. A veces parece que olvidamos que nosotros también fuimos alumnos, y que no nacimos sabiendo citar en APA, ni escribir con profundidad, ni pensar con rigor. Todo eso lo fuimos aprendiendo… con ayuda.

    Yo aún tengo fe. No una fe ciega, pero sí una fe activa, comprometida. Creo que si seguimos enseñando solo como nos enseñaron a nosotros, quizá estemos preparando a nuestros alumnos para un mundo que ya no existe. Pero si tenemos el valor de escuchar, de adaptarnos, de probar, también podemos ser los profesores que hubiésemos querido tener.

    La reflexión tan buena que abre la Dra. Camacho creo que nos puede llevar a plantearnos también lo siguiente:

    ¿Y si en lugar de preguntarnos qué les falta a nuestros alumnos, empezamos a preguntarnos qué necesitan de nosotros hoy?


¿Y tú qué opinas?