Pensamos mejor sin memorística, pero no sin memoria
Tiendo a percibir un profundo amor a la circunstancia en aquellos estudiantes que, curso tras curso, critican nuestro sistema educativo. Con demasiada frecuencia, administradores y profesores les hacemos oídos sordos. «No entienden». «No quieren esforzarse». «Nada les sienta bien». «No se puede pretender cambiar todo». Algo sabio hay en nuestra prevención frente a la queja desaforada y a cierto espíritu contestatario que, con frecuencia, no sabe bien lo que quiere ni tampoco si realmente quiere algo. Pero haríamos bien en recordar que el discurso sobre la necesidad de reformar la Universidad es prácticamente consustancial a la institución y que no hay ningún autor serio que, al reflexionar sobre su naturaleza, no haya propuesto reformas. Los estudiantes quejosos, sabiéndolo o no, continúan una tradición universitaria muy arraigada pues, cuando se le deja ser ella misma, la Universidad está siempre en estado de reforma.
El discurso sobre la necesidad de reformar la Universidad es prácticamente consustancial a la institución.
Ahora bien, reforma no es lo mismo que refundación o reinvención. Ortega y Gasset pensó a fondo qué significa reformar algo y, con su característico estilo, en Misión de la Universidad (1930) escribió que el objetivo de cualquier reforma es colocar a las cosas en su verdad para no falsificar su destino inexorable con nuestro deseo arbitrario. Muchas cosas podrían decirse a propósito de la “verdad” de la Universidad pero, a estas alturas, pocos deberían dudar de su vinculación con el conocimiento. Que las universidades logren, o no, cultivar en sus estudiantes esa “sensibilidad adecuada para las cosas del espíritu” de la que hablaba García Morente en 1914 alabando el modelo alemán es otra historia. Pero no creo equivocarme si digo que, al menos, el ideal sí está presente en aquellos que nos dedicamos a lo universitario.
Hay, sin embargo, otra observación de Ortega a la que no se atiende lo suficiente cuando se discute sobre nuestra Universidad. Me refiero al pasaje de España invertebrada (1921) en que el filósofo sostiene que “el ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta”. Cada vez que se habla con envidia de las universidades angloamericanas o que se ensalzan las características de los sistemas alemán o francés viene a mi memoria esta dosis de realismo hispánico orteguiano que, quizá, explique el porqué de tantas reformas fallidas (o próximas a fracasar) alentadas por leyes que olvidan —quiero pensar que sin mala voluntad— la “contextura real” en la que se encuadran nuestras escuelas y facultades.
Este olvido no es, empero, exclusivo de legisladores y gobernantes. Recientemente, en este blog se ha publicado una sugerente entrada sobre la necesidad de repensar la enseñanza de las Humanidades como forma concreta de actuar por la educación. Es cierto que valoramos muy poco el valor formativo de las Humanidades. Y también lo es que tendemos a esquematizar en exceso su aprendizaje y su evaluación. Los ejemplos de preguntas de Historia y Filosofía en Selectividad que, a este respecto, se citaban en la entrada son de lo más elocuentes. Hace un par de años, en un curso de Ética para estudiantes de ADE, les pedí una reflexión final sobre alguno de los textos discutidos en clase. Los mejores trabajos resumían y analizaban, pero sólo hubo uno que llamara mi atención. Y fue de una alumna estadounidense. Hablando de la primera parte de Mero Cristianismo, decía: “C. S. Lewis es muy pesimista en sus ideas acerca de las acciones humanas. Explica que los seres humanos quieren adoptar un comportamiento decente pero que, cuando nos toca actuar según la ley natural, solemos encontrar alguna excusa que nos exime de cumplirla. Si observamos en la acción humana una tendencia natural al bien, Lewis cree que los seres humanos tienen la tendencia a reconocer el bien, pero no tanto la tendencia a hacer el bien”. ¿Diferencia respecto al resto de sus compañeros? Que nada de esto lo dijo el profesor en clase.
Siempre he pensado que esta alumna venía entrenada en origen. Desde luego, tenía eso que en inglés se llama literacy o habilidad para entender un texto y capacidad para traducir ese entendimiento por escrito. Una buena formación humanística debería procurar, como mínimo, esta alfabetización y, qué duda cabe, la educación en artes liberales que se practica en el ámbito angloamericano suele conseguirlo. No creo, con todo, que calcar lo que hacen allí sea la solución a nuestros problemas. Fundamentalmente, por una razón contextual. Los ejercicios de critical thinking que son típicos de sus bachilleratos y grados son más fáciles de llevar a cabo en una cultura que valora el escepticismo (caso británico) o en una con muy poca historia (caso estadounidense). Ninguna de esas circunstancias se da en España, donde el peso de la tradición es aún tangible. Nos podrá gustar más o menos, pero esa es la “contextura real” donde arraiga la Universidad española y con la que hay que contar si no queremos falsificarla.
Sólo se puede reformar a fondo lo que se conoce y aprecia, pero no tengo claro qué tan certero es el diagnóstico acerca del exceso de memorística que, se decía en la entrada, vicia la educación humanística en España (además, no hay recuento de hechos que pueda probar tal cosa sin apelar a muchos presupuestos interpretativos). Pero incluso si fuera cierto, ¿no cabe suponer que valoramos la memoria porque, de alguna forma, entendemos que hay algo que merece la pena recordar? Si el alumnado no aprecia lo suficiente esta capacidad no es porque lo que hay que recordar esté al alcance de un click sino porque —a diferencia de la inteligencia o de la voluntad— los efectos de la memoria en la vida son impredecibles en su aparición. Frases que uno escuchó de niño, definiciones que aprendimos en la secundaria, pasajes literarios o escenas cinematográfica que revisitamos en su día, de pronto reaparecen en nuestra conciencia cuando menos se esperan. Por contraste con la concepción hoy dominante, Agustín de Hipona desarrolló una concepción de la memoria muy rica, pues creía que sólo puede haber pensamiento a partir de las cosas conocidas y retenidas por la memoria y, más aún, que la memoria garantiza la (auto)conciencia. ¿Puede ser casual que una época como la nuestra —que ensalza la transparencia y desconoce lo que es la intimidad— tienda a arrinconar la importancia de la memoria y menospreciar cualquier estrategia educativa que abogue de manera explícita por memorizar contenidos?
Por otra parte, el escepticismo generalizado, la relativización de la tradición o la levedad de su bagaje histórico no dejan de tener consecuencias no deseadas en una sociedad. Desde luego, a mi no deja de llamarme la atención que se valore con tanto entusiasmo el pensamiento crítico que, se supone, instigan las universidades americanas, las mismas que inventaron la corrección política y en las que, ahora, se penaliza la disidencia respecto al consenso sobre la diversidad, se ofrecen “espacios seguros” para los estudiantes que se vean contrariados en sus opiniones, y se incluyen “advertencias” sobre el contenido potencialmente traumático de obras tan traumatizantes como las de… ¡Kant!
El escepticismo generalizado, la relativización de la tradición o la levedad de su bagaje histórico no dejan de tener consecuencias no deseadas en una sociedad.
Además, la exaltación del pensamiento crítico per se no deja de tener sus ingenuidades y, a veces, su programa oculto, pues siempre habrá zonas de la doxa dominante o epocal que no sea tan sencillo criticar. Está muy bien que se pida a un estudiante que analice si las relaciones entre los géneros en Alemania de 1890 a 1945 se caracterizaron por la continuidad o por el cambio. Pero ¿qué ocurriría si ese mismo estudiante, en su respuesta, pusiera en cuestión el marco desde el cual se hace la pregunta (en este caso, la teoría de género)? ¿Saldría indemne?
Afortunadamente, las Humanidades son mucho más que pensamiento crítico en su modalidad racionalista y disolvente. Son, o pueden ser, un ejercicio de autoexamen, un recurso para la búsqueda de sentido y un método para ocuparse de los problemas de los hombres, en feliz expresión de John Dewey. No está de más mirar lo que hacen en Oxford, la Sorbona, Yale o en Heidelberg, pero el reto y la responsabilidad que tenemos empieza por entender la sabiduría de nuestros antepasados, apreciar su legado y, por supuesto, discutirlo a la altura de nuestro tiempo. No sólo es que no quepa una mejor defensa de la memoria. Es que, por mucho que queramos, en la Universidad no cabe otro uso de la memoria que no pase por armonizar pasado y presente. Lo cual es, si me lo permiten, otra forma de decir que la preocupación intelectual originaria de la Universidad —la búsqueda de la armonía entre la fe y la razón— sigue siendo tan actual como inextirpable de nuestros quehaceres.
Las Humanidades son, o pueden ser, un ejercicio de autoexamen, un recurso para la búsqueda de sentido y un método para ocuparse de los problemas de los hombres.