Elogio de la beca «Erasmus»

Las becas Erasmus son ya parte de nuestro horizonte vital. Todos conocemos a alguien que haya ido a una universidad extranjera gracias al programa Erasmus, o hemos ido nosotros mismos. Incluso, en el peor de los casos, conocemos a gente que desde que llega a la universidad se plantea solicitar una de estas becas, aunque finalmente decida no participar de las mismas. Sin embargo, ¿qué aporta el programa Erasmus a la sociedad de la que forma parte? ¿Qué beneficios ofrece a la universidad? Tomemos distancia acudiendo a un clásico para luego volver sobre los datos.

En su Misión de la Universidad, Ortega se pregunta sobre la reforma universitaria y critica a aquellos que se limitan a imitar los modelos institucionales de otros países. En lugar de la simple imitación habría que aclarar cuál es la misión de la universidad, para lo cual Ortega señala las que, a su juicio, son funciones de esta: difundir la cultura, esto es, “el sistema de ideas vivo que cada tiempo posee”[1] y formar buenos profesionales. La universidad, además, debe estar en permanente contacto con la ciencia, con el laboratorio, y ser un elemento de debate con la actualidad. Así pues, la investigación científica no forma parte de la misión universitaria, aunque esta institución no pueda alejarse de esa función, sino que se trata de formar buenos profesionales y de convertirse en motor de la sociedad formando a los estudiantes en la cultura de su tiempo. O dicho de otra forma, la universidad debe formar buenos ciudadanos.

Si miramos ahora al programa Erasmus podemos ver su relación con esta misión que Ortega le encomienda a la universidad. En un momento en que la ciencia avanza a un ritmo inigualable, en el que los conocimientos se renuevan casi a diario, en el que las asignaturas de humanidades se ven relegadas para dejar paso al conocimiento de la técnica inmediata, las becas Erasmus aparecen como la posibilidad de aportar a los estudiantes una experiencia  que abra sus horizontes vitales y culturales. Porque, tengámoslo presente, la cultura arraiga siempre en la vida (biográfica, no biológica) del ser humano. Viajar como Erasmus a otro país va más allá de lo aprendido en las aulas de la universidad de acogida: supone visitar ciudades desconocidas, aprender o afianzar un idioma, conocer personas de países y culturas diferentes. Para, en palabras de Michel Serres, la generación “pulgarcita”[2], en referencia al modo al que accede al conocimiento (impactando con los pulgares en la pantalla del móvil), disfrutar de una beca Erasmus conlleva un conocimiento humanístico que se está dejando fuera de las instituciones. No es una solución final e inamovible, pero sí ayuda a aquello que se reclamaba desde este mismo blog, cuando se nos instaba a “humanizarnos”.

Algunos datos pueden ser significativos. Según un estudio de la Comisión Europea un 27% de los estudiantes Erasmus conocen a sus parejas durante las estancias, de las cuales han nacido casi un millón de hijos. Además, un 33% de los 80.000 estudiantes encuestados afirma que su pareja estable procede de un país diferente al suyo. Dicho de otra forma, un programa destinado al ámbito universitario ha sido capaz de abrir los horizontes personales de los estudiantes, dotándoles de una experiencia con las “ideas vivas” de su tiempo, esto es, de una mayor cultura.

Sin embargo, por central que sea esta aportación a la ciudadanía europea, los beneficios del programa Erasmus no terminan ahí. La otra función central de la universidad, la de formar buenos profesionales, también se ve favorecida.

Según los datos del mismo estudio, cinco años después de haberse graduado los Erasmus tienen una tasa de paro un 23% menor, además de ocupar mejores empleos: el 77% de los graduados ostenta diez años después un puesto directivo medio o alto.

Queda claro que el programa Erasmus, centrándose en el estudiante medio y no en la institución universitaria, es capaz de ayudar a cumplir la misión de la universidad. Podemos también imaginar que lo que Ortega llamó el “además” de la universidad, es decir, la función investigadora, también se ve favorecida por este programa. Un mayor conocimiento lingüístico, además de la experiencia de nuevos problemas, puede trasladar a los “laboratorios” (entiéndanse en el sentido más amplio) perspectivas originales para seguir aportando conocimiento a la sociedad.

No obstante, el programa Erasmus no es perfecto. Aunque, según la Comisión Europea, el programa permite que viajen personas de entornos no privilegiados, el viaje supone un esfuerzo económico que puede alejar a estudiantes de esa experiencia. Se trata ahora de convertir al Erasmus en un programa cada vez más inclusivo. La ciudadanía Erasmus ya está aquí y se está haciendo notar.

En el referéndum del Brexit los jóvenes, con un mayor horizonte vital, votaron mayoritariamente por la permanencia en Europa.

Los nuevos líderes empiezan a salir de esta generación, una generación abierta, es decir, no concentrada en sí misma, capaz de renovar la cultura política de sus países y, en consecuencia, de renovar las universidades y acercarlas al cumplimiento de su misión. De esta forma, saliendo de sí y fijándose en los estudiantes, la universidad puede volver a ser lo que Ortega le reclamaba: un principio motor de la historia europea.

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Fuente de los datos del estudio: El País, “los antiguos Erasmus tienen un 23% menos de desempleo” http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/09/22/actualidad/1411389868_182428.html

[1] Ortega y Gasset, José. (2015). Misión de la Universidad. Ediciones Cátedra. Madrid. Página 104.
[2] Serres, Michel. (2014). Pulgarcita. Editorial Gedisa. Barcelona.

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