El decreto visto como una oportunidad

Un observador distanciado de dicha controversia seguramente aceptaría en buena medida las críticas de carácter procedimental, imaginando, por ejemplo, que la conversación previa podría haber sido más rica y con una participación más intensa de los públicos interesados, incluyendo al conjunto de la ciudadanía, y no solo a los actores organizados. También tendería a valorar la idea de la evaluación de una reforma legislativa como paso previo para emprender la siguiente. Aun advirtiendo de las dificultades de evaluaciones de este tipo y de la posibilidad de que acaben siendo usadas como mecanismo de dilación para no cambiar el statu quo, daría la bienvenida a que, probablemente, y dependiendo de la modalidad, el propio proceso de evaluación y sus resultados alimentarían una discusión pública mejor fundamentada sobre la materia. Por último, podría interpretar las advertencias en el sentido de un aumento de los costes de matrícula en términos de una precaución general ante cualquier tipo de medidas públicas, la de estar alerta ante sus consecuencias no deseadas.

Por otra parte, ese observador distanciado se desmarcaría de las acusaciones de imposición, pues, aunque se trata de un decreto y, por tanto, como toda norma de ese tipo, su cumplimiento es obligatorio, en el fondo lo único que hace es abrir posibilidades que pueden explorar o no las universidades. Que esas posibilidades conduzcan a la desestabilización del sistema universitario o, por el contrario, lo hagan más flexible, más adaptable, más diverso o más “competitivo” internacionalmente depende, en realidad, de las opciones que los actores del sistema efectúen en los próximos años.

En términos del conjunto del sistema universitario español, en los próximos años caben varias posibilidades.

La menos probable, dados los acontecimientos, es que, sin más, las universidades que lo consideren conveniente, cada una por su cuenta o en asociación con las demás, o con parte de las demás, se lancen ya a diseñar grados de tres cursos.

Otra posibilidad es que las universidades, actuando conjuntamente, se concedan el tiempo que consideren necesario para que se dé cumplidamente el debate que aparentemente no ha tenido lugar, y, pasado ese tiempo, según los resultados de ese debate, decidan de forma conjunta mantener el statu quo o aceptar las modificaciones correspondientes permitidas  por el decreto. Esa aceptación, por ejemplo, podría implicar acuerdos interuniversitarios para garantizar la coherencia de la regulación de los estudios en cada materia a escala nacional o, por el contrario, permitir mayores dosis de diversidad.

También pueden darse ese tiempo, precisamente, para llevar a cabo una evaluación  del proceso global de “Bolonia” en su conjunto, aprovechando las evaluaciones parciales que se vienen realizando. Estamos acostumbrados a que ese tipo de evaluaciones sean hechas por agencias públicas, pero no hay por qué esperar a que las hagan ellas. Las universidades bien podrían llevar a cabo ellas mismas esa evaluación aprovechando los medios (sobre todo, humanos) a su alcance y su capacidad de coordinación mediante organizaciones propias como la CRUE o, incluso, a través de asociaciones de universidades, que podrían realizar evaluaciones que trascendieran títulos concretos y abarcasen ámbitos más amplios. Aunque, ni siquiera es necesaria una evaluación del conjunto. Cabría desarrollar evaluaciones “parciales” por áreas de conocimiento o por especialidades. En la medida en que dichas evaluaciones fueran suficientemente transparentes se verían libres de hipotéticas acusaciones de defensa de intereses propios o del statu quo frente a los cambios derivados del decreto.

En realidad, la evaluación del proceso de Bolonia podía ser, incluso, más amplia, incluyendo una reflexión sobre si los límites (no del todo vinculantes, pero que lo fueron, en gran medida, en la práctica) a la duración de los grados (entre 180 y 240 créditos, “típicamente”), fueron los adecuados o no, y si la nueva estructuración de la enseñanza superior alentada por aquel proceso tenía sentido. No son pocos los que creen que un primer ciclo, un grado de tres años es insuficiente para muchos estudios. Y también puede apuntarse que, por ejemplo, en España, se desaprovechó la oportunidad para integrar la actual formación profesional de grado superior en la universidad, como parte de un primer título de dos años, y en el marco de un sistema en que existiría un título de cuatro años (el grado) y otro que implicaría dos años de estudios más (el máster). Un esquema así habría ofrecido (o podría todavía ofrecer) la posibilidad de compaginar una formación básica en un plazo relativamente corto (dos años) con una formación de más recorrido académico y/o profesional (dos años más). Quizá no hizo falta tanta innovación en su momento, sino haber aprendido algo más del modelo norteamericano, de probado funcionamiento.

La “moratoria” adoptada por la CRUE al poco de promulgarse en el decreto podría aprovecharse en las líneas anteriores (discusión pública, evaluación). O podría no hacerlo, convirtiéndose de este modo en mero instrumento para esperar a que vengan días “mejores”, por ejemplo, que cambie el gobierno y derogue el decreto en cuestión, o, simplemente, el tiempo pase sin más y al final de la “moratoria” volvamos al punto de partida post-decreto sin haber avanzado nada.

Alternativamente, como opción más interesante, y preferible, las universidades podrían considerar el decreto como una oportunidad para un nuevo planteamiento tanto del sistema universitario como de la discusión pública sobre la universidad en el que la experimentación tuviera un papel mucho más central.

Esa mayor experimentación se daría, de facto, a poco que algunas de las universidades se aparten del consenso actual y actúen por libre implantando grados de tres cursos en algunas materias. El éxito, en su caso, de esas apuestas podría alentar la imitación por parte de otras universidades, que harían sus apuestas sobre la base, algo más segura, del camino iniciado por las más arriesgadas o innovadoras.

Pero también podría darse la experimentación de manera más controlada, si es que el temor de pérdida de cohesión o de desestabilización tiene bases reales. En esta línea, las universidades, todas (a través de organizaciones como la CRUE) o algunas de ellas, podrían llegar a acuerdos, por ejemplo, para implementar grados de tres años en determinadas áreas y en las modalidades imaginables (cada universidad su propio grado, grados ofrecidos en colaboración, de cara, por ejemplo al “mercado” internacional, etc.) y observar en la práctica si tienen sentido o no.

En todo caso, ambas modalidades de experimentación tendrían pleno sentido si vinieran acompañadas de una conversación pública lo más amplia, participativa y, sobre todo, transparente posible, basada en el mejor conocimiento disponible.

De este modo, se abriría la oportunidad de que el sistema universitario, o partes de él, transformasen su modo de coordinación en la línea de lo que recientemente se ha denominado “gobernanza experimentalista”, una modalidad de gobernanza que puede tener sentido, precisamente, en un campo tan complejo como el de la universidad en un entorno continuamente cambiante y cada vez más internacionalizado.

En el fondo, velis nolis, el decreto sitúa a las universidades ante uno de los dilemas estratégicos básicos a las que se enfrentan los sistemas universitarios actuales: una basada en la homogeneidad y niveles mínimos de competencia entre universidades, pero también una mayor estabilidad y previsibilidad para muchos partícipes; la otra basada en la diversidad, niveles mayores de competencia, modalidades de rendición de cuentas más adecuadas a ambas y, claro está, más riesgo. Con toda probabilidad, la segunda opción tiene más sentido en un entorno como el actual, cambiante y con exigencias múltiples sobre la universidad. En todo caso, sea cual sea la opción que se efectúe, convendrá que se haga con el mayor rigor posible, el que proporcione la experimentación, o el que caracterice a la discusión pública.

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