La Universidad inactual
Hoy la Universidad pareciera ser un ámbito en cuestión. Los centros académicos siguen existiendo, sí, pero, ¿son capaces de afrontar las exigencias que presentan, a la vez, una sociedad ávida de soluciones y generaciones de nuevos estudiantes urgidos por conseguir una salida laboral expeditiva?
La urgencia se ha instalado en nuestro modo de vida. Se ha convertido en una exigencia no solamente para las personas, que se ven abocadas a una carrera contra la constante amenaza de la obsolescencia, sino también para las instituciones de la sociedad. La Universidad no es una excepción.
El Plan Bolonia acortó las carreras y fragmentó la educación universitaria. Europa ya no forma “licenciados”, término proveniente de la licentia ubique docendi medieval. Graduarse significa estar en condiciones de estudiar el año o dos que faltan para completar el primer tramo de la carrera académica: de ahí la proliferación de maestrías, cada una de ellas diseñada con frecuencia a modo de una promesa de éxito profesional.
Hace unos meses, en las calles de Madrid podía leerse un anuncio publicitario que rezaba: “El mundo vuelve a ser nuevo. Es el momento de una nueva Universidad”. ¿De verdad? ¿Tan lejos llega nuestro adanismo? ¿Cómo se ven afectados por nuestra vivencia del tiempo actual los casi milenarios hábitos del trabajo universitario?
Nosotros somos los tiempos
Ante la desazón que pueda causarnos a quienes amamos la Universidad, vienen a mi mente las palabras de San Agustín que recientemente un buen amigo me recordó:
Mala sunt tempora, dicunt, Roma perit, dicunt, Roma non perebit si romani non pereunt. Nos sumus tempora.
“Nosotros somos los tiempos”, decía Agustín en el siglo V, respecto de la decadencia de Roma. La expresión me dejó pensando… ¿Puede esto ayudarnos a echar una mirada a las condiciones que actualmente rigen la vida universitaria?
Vivimos una época marcada por una constante aceleración. La cultura de la rapidez corroe nuestra capacidad de esperar y de pensar en profundidad. Las coordenadas del momento presente se despliegan como estrellas fugaces de un devenir incesante.
Se nos va la vida en una carrera de fondo, de la que la Universidad no es ajena. El tiempo es un recurso escaso del que todos carecemos en suficiente medida como para que atender los asuntos verdaderamente importantes del día muchas veces sea una auténtica proeza. Lo urgente manda. Somos pacientes de una cronopatía estructural.
“Las sociedades modernas se caracterizan por una modificación sistemática de las estructuras temporales que puede ser entendida bajo el concepto general de aceleración”, señala el sociólogo alemán Hartmut Rosa en su libro Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo (Katz, 2020, página 15). Rosa define la aceleración como un “incremento en cantidad por unidad de tiempo”. La formación social de la modernidad, tal como explica el autor, sólo puede estabilizarse dinámicamente. O bien, si no se crece se perece.
Pero, ¿qué lógica es esta? Contra la tentación de oponerse a la aceleración bregando por su contraria desaceleración, Rosa apunta que la solución pasa por el cultivo de ámbitos de resonancia. “La vida son las personas, los espacios, las tareas, las ideas, las cosas y las herramientas que nos encuentran y nos conciernen. Cuando las amamos surge algo así como un hilo vibrante entre nosotros y el mundo” (p. 23).
¿Afecta la aceleración de nuestra modernidad tardía a la posibilidad de habitar la Universidad como ámbito de resonancia? “Según su significado latino, la resonancia es, en primera instancia, un fenómeno acústico: re-sonare significa reverberar, resonar” (p. 215).
La aceleración condiciona negativamente nuestra capacidad de entablar relaciones significativas con los demás; nos referimos a relaciones resonantes, es decir, en las que pueda repercutir algo más que la sola afirmación de nuestra propia premura.
Otra concepción del tiempo
“Algo huele a podrido en Dinamarca”, me decía hace un tiempo un veterano y muy querido profesor recordando la ocasión en que se dio cuenta de que, agobiado por la carga de burocracia y gestión administrativa, la comparecencia de un alumno en su despacho para hacerle una pregunta llegó a representarle una molestia.
La propensión a concebir nuestra labor universitaria como una carrera contra el tiempo -o gravemente afectada por él- nos despoja del hábito de pensar despacio, de cultivar el arte de recrearse en aprender, sin ánimos de certificar ninguna experticia que no sea fruto del propio cultivo desinteresado del saber.
El de resonancia es un concepto eminentemente relacional. Apostar por una cultura de la resonancia significa asignar al ámbito del encuentro personal la máxima importancia en la comprensión de nuestra labor. Asumiendo para ella la lentitud, si es necesaria. Pues ¿qué sentido tendrían todos nuestros afanes si la Universidad dejara de ser aquel “sitio donde se podía ganar el tiempo estudiando”?
El remedio para la crisis del tiempo acelerado en la Universidad tiene nombre: son los universitarios. La Universidad no perecerá si los universitarios tampoco lo hacen.
¿Qué significa ser universitario? No vamos a repetir aquí nuestras intuiciones al respecto. Más bien quisiéramos apuntar dos condiciones básicas que pueden ayudar a preservar el corazón de nuestra vocación y, con ella, a la casi milenaria institución universitaria.
Ubi scholastici ibi Universitas. El origen relacional de la Universidad
Bien sabido es que la Universidad no era en su origen, eminentemente, un lugar físico: la edificación de aularios y salas, de cafeterías y plazas de aparcamiento, vino mucho después. Lo verdaderamente universitario no tiene que ver con el espacio sino con el tiempo. La Universidad sucede en el acontecimiento de una relación abierta a una dimensión de las cosas no supeditada ni a la urgencia de lo coyuntural, ni a la contracción a la productividad y el rendimiento. El tiempo universitario no es el tiempo fabril ni el de las empresas emergentes (mejor conocidas como startups). Más cerca del reloj de arena que del reloj inteligente (nuestro contemporáneo smartwatch), el tiempo universitario es austero, fino, gratuito y persistente. No se deja doblegar por nuestros parámetros de eficiencia, sino que se resiste con la fuerza de lo que viene dotado, por naturaleza, de una consistencia propia, objetiva, real. Es el tiempo de la alteridad (por caso, la del alumno que interrumpe nuestra gestión; incluso la dirigida a una publicación “de impacto”) antes que el de la mismidad (es decir, la de nuestra pretensión de hacer rendir el saber en su repetición efectista).
La Universidad es colegio. Esto es: ayuntamiento, reunión, asociación. Los universitarios necesitamos convivir, hacer un camino juntos, estrechar lazos de afecto entre nosotros. Si la dispersión caracteriza al tiempo acelerado, la congregación ha de ser el modo del tiempo resonante.
“Algo huele a podrido en Dinamarca” si los profesores no estamos habituados a compartir entre nosotros tiempo de calidad; si desconocemos las circunstancias académicas y vitales en las que se encuentran nuestros compañeros de vocación. En esta línea, Maggie Berg y Barbara K. Seeber, autoras de The Slow Professor. Desafiando la cultura de la rapidez en la academia, hablan de ver al otro “como una persona completa, no como una «posición» sobre una discusión académica o como un «contacto» útil” (Editorial Universidad de Granada, 2022, p. 144).
¿Qué concepción del tiempo profesamos?
“A cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales”, decía G. K. Chesterton. ¿Podemos atrevernos a imaginar un modus vivendi universitario que sea inactual?
Esto no significa pregonar un desinterés respecto de las últimas novedades; no es una llamada a profesar la desactualización. Ser inactuales consiste, acaso, en afirmar un genuino interés por las riquezas de la tradición; es reconocer la posibilidad de la grandeza y no amedrentarse; significa asumir la pertenencia a una construcción que no empieza ni termina con nosotros, pero que por nosotros ha de transmitirse -sin falsos aspavientos- a una nueva generación.
Ser inactuales representa la opción por una defensa del ocio verdadero como vía para la consolidación de nuestra labor intelectual. Así, frente a la lógica del negocio que nos confronta con una palmaria escasez (de tiempo, en primer lugar, pero de todo lo demás, por añadidura), del corazón de la Universidad ha de brotar una divina abundancia (la expresión es de Elizabeth Newman) capaz de proyectarnos al genuino cumplimiento de la vida.
Coincido con el artículo. Agrego que la universidad, con su prestigio de más de un milenio, fue colonizada por los que sostienen que la institución solo debe proveer mano de obra calificada para el mundo del trabajo. Calificaciones que, por otra parte, suelen estar muy por debajo del auténtico saber universitario. En breve: la universidad ya no es tal, por eso la excelencia se desplazó al postgrado.
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Magnifico
Gracias, Héctor y Sergio, por vuestras lecturas. Un saludo
[…] tanto, la ciencia debe ser ejercida y enseñada en la universidad como camino a la verdad. Su sentido radica en pertenecer a lo que Jaspers denomina «vida espiritual», que es el verdadero […]
[…] La reputación es un estado de opinión inestable, complejo y multifactorial que debe cultivarse con profesionalidad y esmero desde los tres enfoques. Cuidar el ecosistema relacional; aprender a convivir en el entorno; y clarificar el propósito para el que nacieron. Hace poco The Harvard Crimson editorializaba sobre el turbulento año universitario. El periódico sostenía que detrás de las controversias del contexto y las partes interesadas se esconde una pregunta sin resolver sobre la misión universitaria: “¿existimos para educar e investigar o para promover el bien social?”. Doce años después de la advertencia de Stefan Collini, la pregunta sobre la identidad sigue alzando el vuelo. […]