Elegir la carrera por vocación o por salidas: el gran dilema
“La aventura podrá ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo”.
G.K. Chesterton
Casi todos queremos estudiar o que nuestros hijos estudien lo que le supuestamente nos guste o entusiasme y que, además, aparentemente tenga una inmediata y adecuada salida profesional. Un equilibrio deseado no siempre posible, ante méritos personales o por exigencias sistémicas. Y casi todas universidades pretenden conciliar, en su oferta concreta (institucional o regional), las necesidades académicas más tradicionales y las demandas económicas más modernas. Una ponderación donde no siempre salen las cuentas, en la gran elección de los unos y de los otros. Porque la realidad a veces es muy cruda, o muy clara.
Dudas muy lógicas ante la elección de una carrera
En los alumnos y sus familias las dudas pueden aparecer antes de matricularse, persistir durante cuatro o más años, o manifestarse con toda crudeza al terminar la ceremonia de graduación. Unos piensan si optaron por lo correcto al entrar en ese grado que remitía a la vocación juvenil, al talento propio, a la autorrealización personal (intelectual, creativa, vital); otros piensan si eligieron bien, apostando su carrera universitaria a conseguir, lo antes posible, un puesto de trabajo ligado a la formación recibida, con muchas prácticas o con numerosas ofertas disponibles. Un dilema que se agudiza en tiempos posmodernos, donde todo tiene su valor finalista, bien personal bien comercial. Estudiar para ser lo que queremos ser, en función de las modas en las que nos socializamos desde muy pequeños, o para tener lo que se debe tener, en relación al apremio de la comunidad.
Y en instituciones (públicas y privadas) y gobiernos las vacilaciones se extienden a la hora de ofrecer unos títulos universitarios y no otros, debido a galones académicos que mostrar en el plano cualitativo, o a demandas sociales y económicas que satisfacer a nivel cuantitativo. Hay carreras estratégicas que mantener a toda costa pese a pocas vocaciones, hay carreras tradicionales que asegurar ante tantas solicitudes, y hay carreras emergentes que fomentar ante éxitos mediáticos o proyecciones futuras muy golosas. Una ecuación no siempre fácil de responder.
Elegir la carrera: un debate no tan personal
Este dilema central en el sistema universitario presenta consecuencias humanas evidentes.
Se detectan frustraciones, abandonos o problemas de salud mental en alumnos que o no sabían o no querían saber lo que realmente suponía estudiar bien por vocación o bien por salida profesional.
Decepciones, agotamiento o problemas de autoestima surgen en profesores ante legiones de alumnos que parecen pulular como almas al comenzar a saber que esas clases soñadas no le llevarán al paraíso de un puesto de trabajo acorde a su formación, o al comprender el tedio de estudiar tantas teorías y tantas técnicas para poder acceder por la puerta grande al mercado de trabajo. Y conocemos tensiones gubernamentales (de lo nacional a lo regional) que emergen, en consejos políticos intra e interuniversitarios, a la hora de aprobar nuevos centros o nuevos títulos, priorizar unos campos determinados, o recortar por lo sano los números de ingreso, los grupos de tarde o, directamente, la nómina de grados o master disponibles. Debates demasiado habituales.
Las carreras y sus promesas de futuro
Hay estudios con mucha tradición o con gran marketing, algunos con estudiado impacto mediático y varios con mucha prensa, y la oferta se abre cada año para grados y para posgrados, buscando mantener las aulas llenas, sobrevivir como se pueda o ganar mucho dinero. En cuanto a las salidas laborales, parecen permanecer los estereotipos clásicos: ingenierías y profesiones sanitarias (medicina, enfermería y fisioterapia) de un lado, el del éxito laboral, con las nuevas tecnologías, el emprendimiento o los idiomas (especialmente filología inglesa, traducción e interpretación o las carreras bilingües) publicitadas como los focos de empleo del futuro; y artes y humanidades de otro, el del paro más o menos asegurado por mucho tiempo o el del funcionariado docente como obligada solución. Y en cuanto a las vocaciones, dicen que los maestros y pedagogos siempre están en boga, seguidos de estudios muy de moda como psicología y criminología o ciencias ambientales y veterinaria, aunque con los recurrentes campos de la salud siempre presentes en los sueños académicos primerizos. Y esos debates conllevan disfuncionalidades de fondo.
Algunas paradojas en la elección de carreras
Las paradojas son, en ocasiones, llamativas en las elecciones de los jóvenes alumnos o de los veteranos gestores, al decantarse por una u otra opción o en el momento de diseñar o planificar los recursos formativos. En las noticias aparecen, a modo de sucesos, carreras con amplia y comprobada nómina de puestos de trabajo disponibles, pero con muy pocos matriculados y bajísimas notas de corte. Hay casos paradigmáticos, en general, que pueden sorprender, como diferentes especialidades de la ingeniería: aeroespacial, agrónoma, electrónica, de caminos, canales y puertos o telecomunicaciones; y otros curiosos en más de una universidad, como podología o el doble grado de Farmacia y Óptica (con solo dos alumnos graduados en la Universidad de Santiago). En los medios también se difunde la existencia de carreras con cada vez menos matriculados y que sobreviven en el espacio público con poca demanda, bien por falta de salidas o por ausencia de vocaciones, abriendo el debate sobre su continuidad bajo la presión de mantener el interés general o de alcanzar la gestión eficiente de los recursos, como el caso de la filologías, tanto de lenguas modernas como antiguas. Debates públicos donde todos somos protagonistas.
Dudas, presiones y obstáculos a la hora de elegir la carrera
Mitad y mitad, o no. Según diversos informes, el alumnado se divide al cincuenta por cierto a la hora de rubricar su primera elección, aunque la gran mayoría aún duda qué elegir meses antes de esa gran decisión. Otros estudios, como el de la Fundación Universidad-Empresa indica ya que más de dos tercios del mismo, al final, se decanta por la formación ligada a las salidas profesionales más o menos acreditadas. Quizás esta segunda clave sea la triunfante de aquí en adelante, en una sociedad con tan baja emancipación juvenil temprana o adecuada que impele a muchos jóvenes a priorizar la utilidad laboral de lo que aprenden; y ante tanta necesidad de las instituciones de conseguir recursos, de mostrar la empleabilidad de su formación, de aumentar la vinculación con el mundo empresarial, o de mostrar patentes tecnológicas aplicadas y viables.
Presiones familiares, sociales, culturales, mediáticas e individuales entran en juego, antes y después, para ambos actores: el personal y el institucional.
Las consecuencias son evidentes. De un lado, absentismo, abandono o fracaso de alumnos mal dirigidos o aconsejados, e incluso con sobretitulación claramente compensatoria; y de otro, organizaciones bien presas de la parálisis renovadora o bien dominadas por una hiperoferta sin límite y sin fundamento.
Es lo que tiene la libertad: muchas opciones para aceptar o para fracasar. Y los dilemas existen, por suerte, cuando poseemos la capacidad de aprender para mejorar en el ser o en el tener. Pero ante esos efectos lógicos en los estudiantes perdidos y en los sistemas en competición en el ámbito universitario, siempre es necesario repensar qué se hace y cómo se hace cuando se descarrilla en lo que se elige o en lo que se oferta.
Soluciones compartidas para acertar
Equilibrio
Suena fácil, se demuestra complicado, pero es esencial. Para ello nos pagan los padres y los ciudadanos: para pensar en los mejores mecanismos de información (y comprensión) destinados a la más adecuada oferta (racional), para implementar eficaces orientaciones académicas previas en bachillerato o siempre disponibles en los primeros cursos universitarios, y que hablen alto y claro de derechos y obligaciones; para generar servicios que sepan encontrar la clave a la hora de conciliar el estudiar lo que a uno le guste, aunque no siempre se sabe hasta pasar curso tras curso, y lo que tiene salida profesional, pese a que nadie sabrá si uno será feliz cada día con ese puesto de trabajo tan inmediato; y para actualizar siempre esos recursos, adaptados al contexto individual y colectivo y analizando la realidad y la oportunidad, fundamentando una elección por vocación o por salidas que sea consciente y responsable en función del bienestar personal, la ayuda familiar y la sostenibilidad institucional. Por ejemplo, como sostiene Noemí Jiménez en su artículo titulado Orientación académica y profesional del alumnado:
“La orientación académica y profesional del alumnado no debe iniciarse en el momento de acceder a la universidad, sino mucho antes. Una orientación “previa” que debe potenciarse, en especial, en el último curso de la ESO, momento éste en que el estudiante debe estar en condiciones, con la suficiente información, de optar entre el Bachillerato y la Formación Profesional; así como también en los dos cursos que integran el actual Bachillerato: en primero, para saber elegir entre las diferentes modalidades (social, científico, humanístico, artístico) y en segundo, para no equivocarse, o hacerlo lo mínimo posible, en el momento de enfrentar las pruebas de acceso a la universidad y elegir el Grado en que matricularse”.
Responsabilidad
De los que estudian, informándose bien, y de los que dirigen, informando mejor. Porque las instituciones también tienen la suya, al ofrecer lo que no se elige o al obviar lo que es demandado, al olvidarse demasiado del contexto o al centrarse en exceso en la innovación, y renovarse demasiado mucho o demasiado poco. No suena tan bien, parece complejo, pero es igualmente esencial: saber cuándo escuchar el ruido y cuándo no hacerlo.
Compromiso
De los que se quedaron atrás por vocación o por salidas, o los que los dejaron atrás. Ello suena inevitablemente en aulas y en despachos, porque siempre hay una primera oportunidad que comprender o una segunda oportunidad que aprovechar.
En primer lugar, los alumnos y familias deben saber perfectamente las consecuencias de sus elecciones, el esfuerzo necesario y la realidad del entorno; las instituciones y gestores tienen que actualizar la orientación previa y continua a los que se extravían, y desplegar un acompañamiento con menos burocracia a los que se han perdido. Y las comunidades pudieran repensar, sin miedo y con armonía, sobre qué ofertar y por qué ofertarlo en un mundo tensado entre conocimiento y competencia, respondiendo con certezas a ese contexto a veces tan crudo, pero siempre tan claro.
En segundo lugar, urge seguir contando con un “plan b” lo más amplio y adaptado posible. Porque nos podemos equivocar por lo que pensábamos que era lo único o lo que más nos gustaba, o por lo que creíamos que nos llevaría directamente al mundo del trabajo. Por ello, se debe insistir en suficientes propósitos de enmienda para recuperar a quién se quedó atrás, en forma de máster, formación continua, cursos de especialización y reciclaje formativo o profesional.
A veces, esta aventura formativa puede ser muy loca ante tantas dudas y dilemas, en tiempos de pluralidad explosiva o de certezas en derrumbe; pero la universidad ha demostrado, en más ocasiones de las que muchos creen, que puede ayudar eficazmente a encontrar la cordura a la hora de aventurarnos en elegir adecuadamente y en ofertar responsablemente.
Me parece muy clara la alternativa de elección: lo que me gusta y la salida profesional. Si no las veo con equilibrio, responsabilidad y compromiso; la equivocación me dará como consecuencia abandono, o me abandono o termino por “complacer” al que quizá pago. Creo que también hay otra presión que generan los “nuevos amigos o compañeros” que si mi decisión no es bien fundamentada en pocas palabras : desoriento mi plan de vida.