La unidad del saber: un ideal universitario
En nuestra última entrada en este blog nos interrogábamos acerca de tres formas en las que puede reducirse el auténtico sentido de la Universidad en nuestro tiempo. Asimismo, queríamos ofrecer algunas señales de lo que podría ser un camino superador de aquellas reducciones, a saber: la adopción de un enfoque de razón abierta.
Quedaban planteadas, entonces, dos preguntas. En primer término, si es posible preservar la unidad del saber, ideal que alentó el surgimiento de las primeras universidades. En segundo lugar, si tal preservación ha de considerarse algo intrínsecamente bueno.
Ya adelantábamos en aquella ocasión nuestra inclinación a responder afirmativamente a ambas preguntas. En esta oportunidad, vamos a intentar avanzar un poco más allá en el camino del pensamiento, para dar razón de la primera.
El saber y su objeto: una relación fundamental
El ser humano conoce. Desde nuestra más tierna infancia somos capaces de ir desarrollando un sentido crítico respecto de lo que nos circunda.
Cuando hablamos de “crítica” no nos referimos a cierta propensión a señalar lo que nos desagrada o nos parece mal. La crítica, bien entendida, es la capacidad de realizar distinciones; de advertir en la presentación de lo que se nos muestra una complejidad inherente a su propia manifestación.
El mundo es siempre mayor que cualquiera de nuestras apreciaciones. Somos capaces de darnos cuenta de ello, a la vez que de las inferencias de nuestros actos más espontáneos.
El hecho de que nuestra relación con el mundo sea comprensiva, esto es, que pueda darse según el modo del comprender -dar cuenta significativamente de lo que (nos) ocurre y concierne, o al menos registrar la necesidad de hacerlo- dice tanto del aspecto del mundo con el que nos relacionamos como de nuestra propia capacidad de conocer. Resulta evidente la naturaleza objetiva de una realidad que se nos impone, que muchas veces se resiste a nuestra iniciativa, que no siempre se descubre del modo en que se presumía que era.
La relación con el mundo: una apertura a la realidad
Ahora bien, creo que es importante notar que la relación de conocimiento que entablamos con el mundo no es derivada de una forma de estar en él abstraída de cualquier manera de conocer. La relación de conocimiento es originaria: acaece allí donde hay persona, sujeto radicalmente abierto a una realidad que es susceptible de ser conocida.
Lo dicho quiere servir de mínima preparación para enunciar que no hay saber sin objeto; que el saber siempre se refiere a un tema o contenido sobre el que se presume más o menos adecuado.
Que no sepamos todo sobre algo no quiere decir que no sepamos algo acerca de ese particular.
Del mismo modo que aquel que solo ve un lado de la mesa no está viendo toda la mesa, pero indudablemente está viendo la mesa, nuestra apertura cognoscitiva a la realidad es digna de crédito, aun en sus formas más rudimentarias, y sin ella de poco valdría cualquier pretensión de progresar en la senda del conocimiento.
El saber objetivo -léase: referido a un objeto, a lo que se nos presenta, material o idealmente, como algo distinto del acto de conocerlo- no es un logro imposible, sino la primera expresión del dinamismo de nuestra razón, que nos impele a conocer cada vez más y mejor la densa trama de la realidad.
La objetividad: ¿ficción imaginaria o exigencia racional?
¿Cómo podemos verificar la razonabilidad de nuestros saberes? ¿Qué criterio podemos esgrimir para valorar la adecuación de nuestro conocimiento a lo real?
La objetividad de nuestro saber, ¿responde a la cualidad de su contenido, a las genuinas implicancias de la experiencia que vivimos? ¿O será, más bien, una ficción construida en base a nuestra propia necesidad de que la aventura del conocimiento tenga algún tipo de asidero en la realidad?
Diferencia entre el saber y su objeto
Quien sostenga que no hay realmente objetividad del saber desconoce la distinción entre el saber y su objeto. Negar la posibilidad de la objetividad implicaría, así, tanto como rehusarse a aceptar que aquella arista de la mesa que vemos es una manifestación o escorzo de la propia mesa cuya completa dimensión se escapa a nuestro alcance. Difícilmente podríamos aceptar que la idea de la mesa que manejamos al momento de confrontarnos con alguno de sus lados es una invención de nuestra imaginación, un constructo ficticio, carente de cualquier entidad material independiente de nuestra aproximación a ella.
Una respuesta a nuestra exigencia de conocimiento
Nuestra razón es apertura a la totalidad de la realidad: de ahí que la prolongación de nuestras indagaciones no sea una afición inútil, sino la respuesta coherente a la exigencia de conocer incluso aquello que subsiste más allá de nuestro horizonte vital.
La objetividad del saber no está reñida con la subjetividad de nuestra perspectiva individual. El asunto es calibrar rigurosamente nuestra empresa cognoscitiva, para lo que el empleo de un método adecuado resultará de decisiva importancia.
El criterio de la adecuación del método no es lo que nos parezca más conveniente, o lo que mejor se encuadre en el ejercicio habitual de nuestro conocer, sino la naturaleza objetiva de aquello hacia lo que tendemos.
Tal como sabiamente sintetiza Giussani en el primer capítulo de El sentido religioso: el método lo dicta el objeto. Por tanto, si cuestionáramos la objetividad de lo que sabemos, tendríamos que prescindir a su vez de aquellos métodos que se han probado fieles al tránsito que conduce desde una cierta apreciación individual -para cada cual la suya- al saber de una realidad -para todos la misma, aunque nos incomode aceptarlo- que siempre trasciende la medida de nuestra capacidad.
Superar la fragmentación del saber: reconocer la primacía de la realidad
Si es posible conocer objetivamente, ha de haber en aquella parcela de nuestro conocimiento algún grado de implicación con otros aspectos de la realidad que no se dejan contener por los límites inherentes a nuestra indagación.
La realidad es anterior a cualquiera de nuestras tentativas de conocerla. Esta prioridad ha de entenderse no solo desde un punto de vista secuencial, sino también como principio fundamental.
Sin la afirmación de una totalidad de lo real que es mayor que la parte a la que nos dedicamos en nuestro afán de conocer, no hay verdadero conocimiento posible.
Del mismo modo, sin la pregunta acerca de la posible vinculación de unos conocimientos con otros, la exigencia racional de avanzar en nuestro conocimiento de lo real quedaría frustrada. Aunque no siempre lo tengamos en cuenta, lo que se estudia e investiga en departamentos presuntamente muy alejados del nuestro es de decisiva importancia para la posibilidad de sostener el trabajo que realizamos a diario.
El conocimiento utilitarista
Así, la unidad de lo real -cuyo correlato es la exigencia de unidad e integración que reconocemos en el origen de muchas de nuestras iniciativas- ha de ser el eje rector de nuestra investigación. Desprovistos de un horizonte más amplio que contenga las aportaciones provenientes de cada campo del saber, el sentido del conocimiento acaba claudicando ante el imperativo de su rendimiento económico o su utilidad. Esto conduce a una fragmentación de la realidad, a la que acabamos tratando más como objeto de nuestra satisfacción subjetiva en lugar de plegarnos a su importancia intrínseca.
El tipo de respuesta que surja de nuestra labor intelectual en un caso y el otro se contradicen mutuamente. Mientras que al tratar la realidad como depósito de nuestras expectativas acabamos deformándola, ejerciendo una violencia más o menos explícita sobre el curso de los acontecimientos (y, lo que es más grave, sobre los demás), si nos vinculamos a la realidad asumiendo su soberanía adoptamos un posicionamiento fiel a las exigencias estructurales del orden del que formamos parte.
Somos custodios, mas no propietarios, de aquello que se nos ha confiado.
Ahora bien, ¿es posible acometer esta tarea?
Así llegamos a nuestro último paso (de momento).
¿Podemos realmente abrigar la intención de superar la fragmentación? Ante un panorama cada vez más complejo, en el que prácticamente a diario surgen nuevas mediaciones entre nosotros y lo que, más o menos confusamente, se nos pone delante: ¿es factible acometer con rigor la tarea de tender a la unidad del saber?
No solo sostengo que sí, sino que del hecho de tomarse en serio este reclamo depende la vigencia que todavía mantenga la noción misma de Universidad.
La unidad del saber es el destino razonable de una comunidad que integra en su seno una amplia diversidad de formas y de objetos de conocimiento. Prescindir de ella equivale a anular el sentido propiamente humano de la práctica cognoscitiva.
En última instancia, todo conocer que se precie de tal es un modo de conocer la verdad; de aproximarse al significado que tienen las cosas. La primera condición de posibilidad de un acercamiento -siempre tendencial- a la unidad del saber es el gesto de tomarse en serio las propias exigencias humanas. Nuestro modo de ser es inquieto por naturaleza y no se deja contentar -excepto en casos de grave alienación- por otra cosa fuera del significado último de la realidad.
La unidad del saber: un ideal posible
Ahora bien, si este significado es inalcanzable -si la mesa, por muy perspicaz que sea nuestra forma de examinarla, siempre guarda un costado que no llegamos a contemplar-, esto no quiere decir que el intento por acercarse cada vez más a él sea en balde.
Al buen ejercicio de nuestras potencias cognoscitivas en la senda de una adhesión cada vez más plena a la totalidad de lo real corresponde una experiencia de sentido capaz de proyectarnos más allá del punto en el que nos encontramos. Esta es la savia de la mejor tradición universitaria: la que se despliega, consciente de sus raíces, con ímpetu hacia el porvenir.
La perspectiva de la unidad del saber expresa, de esta forma, aun como indicio de algo inconmensurable con nuestras fuerzas, el talante más humano de nuestra ocupación con las cosas: queremos conocer cómo es cada una, y qué relación guardan unas con otras, porque en dicho entramado se custodia una primicia del misterio que nos concierne íntimamente.
¿Cómo podemos hacerlo? En principio, reconociendo su necesidad: lo que es más que el mero asentimiento de nuestra inteligencia; implica el compromiso de nuestra voluntad en la práctica de un diálogo abierto a todas las formas del saber.
¿Acaso existe algún lugar más indicado para ello que la propia institución universitaria?
Muchísimas gracias, Martín, por esta luminosa reflexión. Me ha parecido que 3 ideas clave se han integrado de una manera muy bella:
1. Que nuestra limitación para conocer por completo la realidad de manera unitaria no excluye que sea una aspiración legítima seguir buscando. (Muy luminosos el ejemplo de la mesa y sus aristas).
2. Que la unidad del conocimiento sobre la realidad, junto con nuestra limitación para abarcarla por completo, son precisamente las razones para defender racionalmente la veracidad de lo que cada disciplina conoce parcialmente.
3. Y que la universidad como institución ha de promover la búsqueda y transmisión de esta unidad inherente a la realidad. No solo porque sea esta su aspiración original, sino porque en el contexto cultural actual no sobrevive ninguna otra institcuión que pueda llevar a cabo esta tarea.
Gracias de nuevo, Martín.
Muchas gracias a ti, por tan amables palabras, Daniel. Tu síntesis es mucho más luminosa que mi reflexión, por lo que te agradezco de corazón.
Un abrazo.
Martín.
Sin profundizar en un debate epistemológico considero que el ideal de la unidad de la ciencia (propia del fisicalismo de mediados del Siglo XX) pasó al desván de una filosofía de la ciencia típicamente neopositivista y quizá desfasado del saber que se construye en la Universidad contemporánea, donde impera (debe imperar) el pensamiento disruptivo.
Sinceramente, desde la docencia de la ingeniería, sospecho en ocasiones que estamos entregados a una ensoñación que roza el absurdo. Lo frecuente en un alumno de máster de ingeniería es que escriba peor que un niño de doce años, con más faltas de ortografía, y sin saber qué es un acento. La formación de un ingeniero no destina ni un solo crédito a las «humanidades» (las dos culturas es una realidad aoplastante). Y desde luego esto no lleva camino de cambiar. Seamos realistas. Se nos va la energía en sueños de salón.
Gracias, Jesús, por tu lectura y por tu comentario. Yo creo que, más que la unidad de la ciencia, hay que perseguir la unidad del saber. Este es un ideal, desde luego, inalcanzable, pero me parece necesario para no perder de vista la primacía de la realidad…
¿Qué entiendes por pensamiento disruptivo?
Muchas gracias, nuevamente.
Un saludo,
Martín.
Gracias también a ti, José Luis, por leer y comentar. Yo también advierto el problema (muy serio) que señalas. Aun así, te puedo asegurar que existe por lo menos una universidad en España que sí apuesta, generosa y audazmente, por la formación humanística de los ingenieros. Me toca el privilegio de trabajar en ella y me encantaría que pudieras venir algún día para conocerla. Nuestro trabajo, lejos de ser suficiente, es un esfuerzo honesto y comprometido con la medida de la tarea a la que hemos sido convocados.
Gracias, nuevamente. Un saludo,
Martín.
Buen día Martín, en el motor de búsqueda google aparece este texto:
«El pensamiento disruptivo es una forma de pensar que desafía lo convencional y busca soluciones innovadoras. Se caracteriza por romper esquemas tradicionales y experimentar con nuevas ideas.»
[…] aumentan la confrontación. Todo lo más ajeno a la propia naturaleza de lo que se está hablando: la universidad como espacio que tiene que ser de dialogo y apertura para avanzar en el saber. De ahí el recuerdo a la inscripción que se encierra en los claustros universitarios de […]
Gracias, Jesús.