Tres reducciones de la Universidad y una propuesta de solución
A casi cien años de su pronunciación, las palabras de Ortega y Gasset en el Paraninfo de la Universidad Central de Madrid conservan toda su vigencia.
¿Para qué existe, está ahí y tiene que estar la Universidad?”
La cuestión no está resuelta, por lo que retomamos el interrogante orteguiano para delinear tres condiciones que actualmente pueden coartar la verdadera naturaleza de la institución universitaria.
Hemos de llamar a estas condiciones “reducciones” para subrayar su carácter pernicioso. Pero como no se trata solamente de señalar lo que anda mal, vamos a ofrecer también una concepción renovada de la universidad que ayude a combatir los efectos de la triple reducción. Estas líneas adquieren, por tanto, un cariz diagnóstico no exento de cierto alcance político, en el mejor sentido de la palabra: pues la universidad, como dice John Henry Newman en Auge y progreso de las Universidades, “es un lugar que se gana la admiración de los jóvenes por su celebridad, enciende los afectos de los hombres de mediana edad por su belleza y afianza la fidelidad de los ancianos por los recuerdos” (pp. 52-53).
La reducción materialista o la ruptura con la alteridad
Si algo debiera caracterizar palmariamente a la universidad, es su apertura a la totalidad de la realidad; su vocación por integrar, en el seno de una misma tradición educativa, la diversidad de ciencias y disciplinas de las que resulta capaz el ingenio humano.
Sin embargo, hoy no es infrecuente asistir a una propuesta (o, más técnicamente, oferta) de la experiencia universitaria como algo estrechamente asociado con una sola rama del saber: por lo general, la referida al mundo de los negocios empresariales.
La jerarquización de dicha reducción al nivel de un concepto legítimo de lo universitario equivale a su condicionamiento por parámetros distintos -y, en cierto punto, opuestos- de los que la propia institución universitaria hubo de darse en los orígenes de su devenir. Lo expresa con meridiana claridad el filósofo Karl Jaspers, en La idea de la Universidad:
La universidad reúne a personas que conocen científicamente y viven espiritualmente. El sentido originario de la universitas como comunidad de profesores y alumnos es tan importante como el sentido de la unidad de todas las ciencias. En la idea de la universidad reside la exigencia de la apertura total, junto con la tarea de un ilimitado ponerse en relación para aproximarse indirectamente a la unidad del todo (p. 85).
Si se reduce la misión de la universidad a la preparación para un desempeño “exitoso” en profesiones de mercado, se anula la alteridad de todas las demás ciencias que han de conformar el arco del mundo universitario.
Esta anulación no es solamente disciplinar; comporta, en el acto, un empobrecimiento de la propia vida universitaria por cuanto deja fuera de su medio a todas aquellas personas cuya ciencia sea distinta de la que gobierna el campo académico. Si en la universidad del siglo XXI solo hablamos de negocios, ¿quién habrá de incidir en el diálogo, por ejemplo, acerca de los aspectos éticos que han de regir la acción humana?
La reducción histórica o la ruptura con la tradición
A nadie se le escapa que el mundo ha transitado un punto de inflexión en 2020. La experiencia de la pandemia es un parteaguas que permite diferenciar dos etapas muy marcadas en nuestra vida: por un lado, la anterior al citado año; por otro, la que dicho año inauguró traumáticamente.
Sin embargo, sería un error llevar demasiado lejos los límites de este concepto. La experiencia humana es unitaria, más allá de la fragmentación a la que tan a menudo podemos vernos dispuestos. El mundo, contrariamente a lo que puede leerse por allí, no ha vuelto a ser nuevo. La consistencia de nuestra humanidad es indisociable de su dimensión histórica. El ser humano es un ser biográfico, para el cual, por muy abrupto que pueda resultar cierto parón, no hay presente y futuro sin anclaje en la memoria.
Algo parecido ocurre con la universidad. El planteamiento de la universidad del siglo XXI como una novedad inaudita es infiel al sentido originario de la institución.
La universidad nace y se proyecta en la historia como el camino surcado por los pasos de cientos de miles de peregrinos que han buscado, vivido y pensado antes de nosotros.
Si la universidad le da la espalda a ese camino milenario, se condena a la ineficacia total. Pasará a ser una moda entre las modas, la tendencia evanescente de un presente sin espesura, carente de sentido y de sabor.
Del mismo modo que, como dice Giussani, “es irrazonable cualquier actitud que pretenda explicar un fenómeno de una manera que no resulte adecuada a todos los factores que están implicados en él” (p. 95 de este libro), podemos afirmar que no es razonable la idea de una universidad que se desentienda de su filiación histórica, del factor de la tradición como aquello que le ha sido dado y que es su cometido custodiar como legado al porvenir.
La reducción digital o la ruptura con el cuerpo
Nuestra tercera y última reducción también es un dato específico de los tiempos que corren. Aunque la digitalización de nuestra existencia lleva unos cuantos años en curso, la pandemia del COVID-19 ha acelerado notablemente dicha tendencia.
Es necesario hacer una aclaración: sería absurdo oponerse al uso de herramientas digitales; incluso, sería imposible. Usted no estaría leyendo esta columna -y yo no habría sido capaz de escribirla- si no fuera porque existe una esfera de medios virtuales que favorece la producción de contenidos y su difusión instantánea a escala global.
Dicho esto, hay que matizar. La reducción digital de la universidad equivale a su transferencia por entero -o en proporciones significativas- a un medio que no es el más idóneo para la acción educativa que en ella debe acontecer. Nos enfrentamos al clásico problema de la confusión entre medios y fines. No es lícito ubicar los medios, siempre relativos, en la posición de los fines; como tampoco es lícito subvertir dicha relación haciendo de un fin el medio para otra cosa.
Una analogía sobre la universidad
La digitalización en cuerpo y alma de la institución universitaria supone, paradójicamente, su muerte, por cuanto separa el cuerpo (la coincidencia física en tiempo y espacio) del alma (el amor a la sabiduría, el afán de conocer la verdad). La vida universitaria es totalizante: atañe a la persona en su integralidad, dirigiéndose al pleno de la experiencia humana. Despreciar una dimensión tan central en la vida del hombre como es su corporalidad, su situación encarnada en un punto concreto e intransferible, empobrece las condiciones del quehacer universitario.
Sí, ya sé que se gana en ubicuidad y en captación de alumnado a miles de kilómetros de distancia. Pero no creo que dicha ganancia alcance a compensar la pérdida de la presencialidad. Ser universitario significa empeñarse en la aventura de una peregrinación hacia una vida lograda. Quien ha peregrinado alguna vez sabe que el arte -y la épica- de peregrinar no pueden consumarse desde el escritorio de una habitación.
La propuesta de una solución: una razón abierta
Ante el panorama que hemos descrito, ¿qué podemos hacer para salvaguardar las esencias de la institución universitaria?
En el fondo, lo que las tres reducciones anteriores expresan es un estrechamiento del concepto de razón que ha de guiar, como un faro en la noche, la noble tarea intelectual de la universidad.
En cualquiera de sus tres manifestaciones, la reducción de la que venimos hablando contradice “aquello que es propio de la vida universitaria: la ardiente búsqueda de la verdad y su transmisión desinteresada a los jóvenes y a todos aquellos que aprenden a razonar con rigor, para obrar con rectitud y para servir mejor a la sociedad” (Juan Pablo II, Ex Corde Ecclesiae, n. 2).
Ahora bien, ¿cuál es el auténtico tenor de la razón humana?
Apertura a la realidad, un aprendizaje que se da en la universidad
“La razón es apertura a la realidad, capacidad de aceptarla y de afirmarla en la totalidad de sus factores”, afirma Luigi Giussani (p. 36). Si se pierde de vista la exigencia de una verdad total, al menos como horizonte hacia el que caminar, se tergiversa la naturaleza de la razón y ésta engendra monstruos. Escribe el sacerdote italiano:
La exigencia de la verdad implica siempre la identificación de la verdad última, porque no se puede definir verdaderamente una verdad parcial sino en relación con lo último. No se puede conocer nada fuera de la relación que tiene, aunque sea veloz, todo lo implícita que se quiera, entre ella y la totalidad. Sin entrever al menos su perspectiva última, las cosas se vuelven monstruosas (p. 171).
¿Cómo podemos interpretar estas palabras en términos del devenir de la institución universitaria? Volvemos al concepto de razón abierta, nuevamente de la mano de Giussani: “sin esta perspectiva lo que hacemos es negar la esencia que tiene la razón como exigencia de conocer la totalidad, y, en último término, como posibilidad misma de conocimiento verdadero” (p. 178).
La unidad del saber ante la posverdad, el relativismo y la cultura woke
La universidad reducida a cualquiera de las tres expresiones que hemos reseñado -que no son excluyentes entre sí- acaba extinguiendo la posibilidad misma de conocimiento verdadero. Basta advertir el fenómeno de la posverdad, el reverdecer de un viejo relativismo y la crisis de la universidad en Estados Unidos como signos de una realidad a la orden del día.
La razón abierta es un planteamiento inspirado en el magisterio del papa Benedicto XVI que quiere combatir la fragmentación de los saberes, fruto de la excesiva especialización que domina el ámbito universitario contemporáneo. La intuición fundamental consiste en que sin una visión de conjunto el saber particular carece de sentido, dando lugar a diversas formas de relativismo (positivismo, cientificismo, escepticismo, pragmatismo, sociologismo, psicologismo, etcétera).
La búsqueda de la verdad en la Universidad
La búsqueda de la verdad, clave de bóveda de la institución universitaria, requiere de un conocimiento integrador que pueda dar cuenta de las diferentes dimensiones de la realidad de manera orgánica y ordenada. La razón abierta es, pues, el afán por superar los estrechos márgenes de la mentalidad posmoderna que ha levantado los puentes entre las ciencias experimentales y el saber humanístico-social, a la vez que cuestiona el estatuto científico de la filosofía y de la teología. La razón abierta es el proyecto de diálogo entre las ciencias particulares y la filosofía y la teología para dar cuenta adecuadamente del valor ontológico del ser humano, así como de las distintas alternativas de su imbricación en el mundo natural y social.
¿Es posible preservar la unidad del saber característica del anhelo universitario que nació en la Edad Media? ¿Es bueno hacerlo?
Las dos preguntas se responden afirmativamente. Pero habremos de abundar un poco más en ellas en nuestra próxima ocasión.
Excelente artículo.
Estoy de acuerdo con el artículo, en la preocupación de la universidad. Es importante preguntarnos. Ahora, para qué sirve o debe servir la universidad?
Gracias, Patricia Susana y Girard David, por vuestros comentarios. Tomo nota de la pregunta de Girard para seguir la pista de esa reflexión.
Un saludo.